San Cristóbal es uno de esos lugares con encanto de los que uno no quiere irse. Como en otras ciudades medianas de Europa o de América, ciudades con buen clima y ambiente desenfadado, con su parte monumental y su buena oferta cultural, uno se imaginaría viviendo aquí por una temporada larga, teniendo al alcance casi todo lo se necesita para vivir tranquilo. Más de uno y más de dos me dicen estos días que San Cristóbal es una ciudad que te atrapa, y que nadie se detiene allí sólo el tiempo que esperaba detenerse.
En las plazas hay siempre una algarabía sana de mercados. Colores y olores vivos, abejas rondando los puestos de dulces en el parque central, jaleo de coches y de voceadores de prensa. Bajo la arboleda del parque, frente a la catedral, algunos hombres leen el periódico, y muchachas con vestido indígena pasan vendiendo abalorios. Le compro unos rollos vegetales a un joven que se alegra mucho al saber de dónde vengo, y me dice con orgullo y dulce acento mexicano: "Yo también soy español. Mi abuela es de Madrid. Vino con los niños refugiados de la guerra". Le pago y siento una punzada de emoción al ver su cara de felicidad y al acordarme de La maleta mexicana.
En medio hay un kiosco que dentro tiene un restaurante. Hay varias placas que recuerdan hechos importantes en la ciudad, pero hay dos especialmente significativas: la que afirma que en 1828 se fundó en esta ciudad la primera escuela normal de América, y otra dedicada al primer obispo de la diócesis de Chiapas, que en 1545 entró en la ciudad: nada menos que Fray Bartolomé de Las Casas.
Otro día como un delicioso menú en un pequeño restaurante local, pero algo me sienta mal. Después me explican que todo el mundo que pasa por San Cristóbal acaba sufriendo algún dolor estomacal, sea por la comida o por el agua, y algunos pasan semanas con dolores e indisposición. Tan acostumbrado a la dieta mexicana, me sorprende que también me pase a mí; pero por la noche, que es a veces cuando más se aprende, alguien me recomienda un remedio infalible para sanarme: el pulque.
Parece una broma, porque el pulque es una bebida con alcohol, si bien en muy baja proporción. Pero es también una bebida en proceso de fermentación, a base del jugo que se le extrae al maguey, que es un tipo de agave. Y el hecho de que esté fermentando, me dicen, le va a aportar a mi cuerpo los probióticos que necesita para salir de la intoxicación. Estas botellas de pulque no llevan etiquetas: las hace el mismo muchacho que toca canciones románticas con su guitarra al principio de la noche. El pulque es una bebida rara: es espesa y de color blanco, y tiene un olor fuerte, para mucha gente desagradable. A mí me recuerda lejanamente el olor que hay cerca de las prensas de una bodega de vino. Y lo más importante, es mano de santo: con varios pulques en el cuerpo desaparece en pocas horas hasta la sombra de los dolores.
San Cristóbal ha sido también el encuentro amable con acentos muy variados y familiares: voces argentinas, chilenas, mexicanas, españolas, y también esas voces europeas de origen diverso que se mueven por el mundo entre el español y el inglés. Algunas de esas voces vienen buscando inspiración política, otras paz de espíritu, otras vienen de paso, otras acaban montando un negocio en la ciudad, en una escala más de un largo viaje.
El sábado a mediodía hay un partido de fútbol importante: la final de la Liga de Campeones. Entre españoles y mexicanos, vivimos el partido con demasiada atención. Como ya no acostumbro a ver partidos de fútbol, se me olvida la intensidad con que me voy a tomar lo que pasa allí. Nada más empezar el partido, se desata un aguacero en las calles, que dura casi hasta el final de la prórroga. Lo que ocurre en la tanda de penaltis es un poco injusto, pero si no fuera así, no sería el Atlético de Madrid.
Aprendiendo a reconocer y distinguir la chelada de la michelada, la caguama del caguamón, nos quedamos hasta que lo jugadores del Real Madrid levantan la copa, y después salimos a las calles recién lavadas, a una tarde hermosa y dorada. Hay una última cena con barbacoa en un patio, con gentes de varios continentes y risas en varios idiomas, y después el último vino chileno y la despedida de la ciudad con el último trago de pulque. Sabroso e intenso, el pulque me devuelve un recuerdo de bodega familiar, de retorno, en la despedida de una ciudad a la que será difícil no retornar.
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