En el mediodía de mayo me recibe en El Paso un calor seco e intenso, como el que puede hacer en la meseta castellana en julio. Es el recibimiento adecuado, es como reconocer un olor mucho tiempo olvidado. Y con la calidez del aire me recibe también una sonrisa amiga. Qué hermoso es que a uno lo esperen en los aeropuertos, además de sensaciones queridas, personas queridas. Las vueltas que da la vida, las vueltas que damos unos y otros, para que ahora yo esté aquí, en la frontera de Texas, devolviendo la visita a quien con dulce acento mexicano sabe repetir expresiones tan manchegas. Qué diferente de cuando, casi una niña, llegó a nuestro instituto hablándonos de usted y respondiendo con educación desusada: ¿Mande?
El Paso del Norte fue la ciudad que fundaron los españoles al otro lado del Río Grande, o Río Bravo, cuando se lanzaron a la conquista de Nuevo México. Era un punto estratégico en el Camino Real de Tierra Adentro, que partía de la ciudad de México y cruzaba como una arteria comercial el centro de la Nueva España. Al igual que el Camino Real en California, estaba sembrado de misiones, que llegarían hasta Albuquerque y Santa Fe.
Y hacia Nuevo México vamos, pero sólo hasta el límite con el estado de Texas. El Paso está hoy en el extremo del estado, encajado entre el Río Grande, que es la frontera mexicana, y Nuevo México, y es la única ciudad tejana con una hora menos. Saliendo por la carretera 62 hacia el este atravesamos los montes Hueco, los montes Cornudas y después una llanura parda y seca, con tramos blancos como sal, que es parte del desierto de Chihuahua, el más grande de Norteamérica. A lo largo de la carretera hay casas desvencijadas, ranchos tristes en los que pastan grupos de toros negros, de caballos, algunos ciervos sueltos. Las montañas Guadalupe se divisan desde muy lejos: un grupo imponente de cimas de piedra gris, formadas sobre los arrecifes de un antiguo mar.
El pico Guadalupe es, con 2600 metros, el más alto de todo el estado de Texas. Hasta estos montes arrinconó el ejército estadounidense a los indios nativos a mediados del siglo XIX, cuando las exigencias de la colonización planeaban su exterminio. Hoy es un parque nacional, con muchas rutas de senderismo que atraviesan cañones anchos y bosques de colores vivos.
El Parque Nacional Guadalupe Mountains linda con otro, Carlsbad Caverns, que está justo al otro lado del límite con Nuevo México. Si no fuera porque veo con mis propios ojos lo que hay dentro, lo juzgaría irreal. Las fotografías no dan cuenta de las dimensiones. En medio del campo semidesértico se abre una bocana, una entrada natural a una cueva por la que dan vueltas en círculo cientos de golondrinas. Al atardecer salen en bandada los murciélagos, para darse un festín colectivo en las orillas del río Pecos. Pero lo que se va abriendo más abajo no tiene medida. Un camino pavimentado va descendiendo en zigzag hasta cámaras cada vez más grandes, con techos de filudas estalactitas. A ciento cincuenta metros de profundidad los caminos se bifurcan. Hay estanques y riachuelos que corren entre las estalagmitas. Uno de los senderos va a dar a la Big Room, donde se suceden formaciones que parecen sacadas de un cuento infantil.
De los techos cuelgan formaciones onduladas que parecen una cortina agitada, unos dientes de ballena. Hay otras que se llegaron a juntar formando columnas. Se abren cámaras como gigantescas naves catedralicias. Hay sarpullidos de formas coralinas, y calizas blancas y pulidas como huesos de cementerio. Pequeños templetes, postes largos como tótems indios, enormes icebergs. Cada gruta da paso a otra mayor: hay 48 kilómetros de pasajes explorados, con cámaras a más de 300 metros de profundidad, y los grupos de científicos y espeleólogos siguen descubriendo más y más cada día.
Después de una hora damos la vuelta con la boca abierta por la emoción. Bajan y suben familias completas por los senderos bien pavimentados, tenuemente iluminados por focos artificiales. Algunas personas muy corpulentas van resoplando, se van quedando a un lado del camino. Todavía sin haber alcanzado la entrada de la cueva, miro hacia atrás y me parece mentira lo que tengo delante de los ojos: estamos dentro de un reportaje de National Geographic, y somos tan mínimos como una gota de agua en la amplitud descomunal de una sola de las cámaras.
Afuera, en el campo, hace sol. Vuelve a confortar el aire cálido después de haber salido de la frialdad mortuoria de las entrañas de la tierra. En el museo ayudamos a una niña a desplegar una pantalla que explica el ciclo del agua, desde la lluvia hasta la formación de estalactitas. Se acerca el padre, que viene cargando una sillita con otra cría. Es tejano, y me pregunta en español gringo, con acento uruguayo, de qué parte de España soy. "Sabía que tenías algo que ver con España: nadie tiene aquí una mochila Quechua como la que llevás".
A siete millas de la cueva, y a no muchas más del río Pecos y de Carlsbad, hay un pueblecito que no es más que unos pocos edificios a ambos lados de la carretera: Whites City. Parecen edificios de madera medio destartalados de una película del Oeste: Liquor, Grocery, Restaurant, Antiques. Frente a uno de ellos hay carros de caballos, frente a otro hay varios modelos de alienígenas, verdes y alargados, que por lo visto también son gente que se deja caer por aquí cerca. Uno de los restaurantes parece muy grande, y tiene al lado un complejo de piscinas. En la barra los asientos simulan el trasero de un caballo, o el de una bailarina de salón. Las camareras son de pocas palabras, de trato arisco. El local está medio lleno, pero casi podemos escuchar el silencio.
Pedimos café y nos responde la mesera que ya no tienen, que se acabó con el desayuno. Pedimos té, el ambiente está enrarecido: parejas de turistas de edad beben smoothies y hablan a media voz, hay familias con niños callados. Los cuadros de las paredes son retratos de indios y de señores blancos con sombrero y mostacho. Cuando empiezo a pensar con ruindad que no dejaré propina, porque no me ha gustado el trato en este bar del Oeste, la camarera rubia me dice que estamos bien, que no tenían el café que pedimos y que por tanto no nos van a cobrar los tés. Con una lección aprendida, dejamos Nuevo México y enfilamos hacia el desierto que nos llevará a la noche cálida de El Paso.
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