En los alrededores de San Cristóbal de Las Casas, en las tierras altas de Chiapas, se reparten pueblos y aldeas tzotziles y tzeltales bastante singulares. Los tzotziles y los tzeltales son etnias mayas, y además son idiomas con plena vigencia en este territorio. Estos pueblos y los que llegan hasta la selva Lacandona son los últimos reductos del levantamiento zapatista. Hasta estos enclaves, hasta Ocosingo y hasta las selvas del interior se replegaron los guerrilleros después de ser repelidos por el ejército mexicano en 1994. En algunos de estos pueblos el ejército cometió masacres contra la población civil, y causó el desplazamiento de miles de indígenas.
Hoy los pueblos más cercanos a San Cristóbal de Las Casas son una curiosa atracción para los turistas, y además reductos de tradiciones más antiguas y no menos singulares que el fenómeno zapatista. Cada uno de estos pueblos es una comunidad cerrada e independiente, celosa de sus particularidades y con bastante desconfianza de los extranjeros. Me habían advertido de que tuviera cuidado al hacer fotografías en San Juan Chamula, pero no sabía hasta qué punto los devotos del pueblo pueden ser desagradables con los turistas.
A diez minutos del centro de San Cristóbal, junto al mercado de artesanías, ropas y flores, está el lugar desde el que salen las combis, pequeños autobuses, para los pueblos vecinos. Me encuentro una calle entera con tenderetes con sacos llenos de hojas de pino. Son mujeres indígenas las que los venden. Una de ellas me explica que se usan para las celebraciones y bodas. Atravesamos los suburbios tristes de San Cristóbal y subimos unos cerros cultivados de maíz. En diez minutos llegamos a San Juan Chamula.
Es un pueblo pequeño, de casas bajas, con una plaza central que es una gran explanada vacía, un par de edificios, verde y blanco, donde están el ayuntamiento y los comités de las juntas de gobierno, y una modesta iglesia encalada y con dibujos verdes y azules en la fachada. Detrás de la iglesia hay calles en cuesta con construcciones pobres, terrazas de maíz, cruces verdes en las esquinas. Por las calles caminan hombres vestidos con sus trajes tradicionales: aunque hace mucho calor, llevan pellizas de piel de oveja, unas blancas, otras negras y lanudas. Llevan sombreros claros y anchos, y algunos llevan también pantalones blancos bajo la pelliza. Las mujeres llevan blusas de colores, y faldas negras de piel de oveja, algunas tan gastadas que se han quedado sin pelo.
Pero la atracción principal es el interior de la iglesia, donde se celebran a diario extraños ritos donde se mezcla la tradición católica con reminiscencias mayas. Está terminantemente prohibido filmar o tomar fotografías en el interior de la iglesia de Chamula, y así lo advierten los encargados cuando venden la entrada en la puerta. Veo cruzar una procesión de gente por la plaza, hombres y mujeres y niños, con velas encendidas, que entran poco a poco en la iglesia. En la puerta, dos muchachos se encargan de tirar petardos y cohetes de vez en cuando. Y en el interior comienza el espectáculo.
La nave de la iglesia no es muy grande, y es oscura, con un punto tétrico. El suelo está casi completamente cubierto de agujas de pino. Hay decenas de mujeres arrodilladas por el suelo, frente a hileras de velas delgadas ardiendo. Poco a poco, llevan a cabo el rito de pegar cada vela en el suelo, prenderlas una a una, y colocar enfrente botellines de Coca-Cola o Gatorade. Algunas ponen enfrente también huevos de gallina. El templo está lleno de pequeñas hogueras de velas y tiene un olor fuerte a incienso. Junto a las paredes hay mesas de madera repletas de velas anchas dentro de vasos con la imagen de la Virgen de Guadalupe, y urnas de madera con figuras de santos, figuras de madera con espejos alrededor. Los procesionantes se colocan frente a cada santo y murmuran plegarias y cantan, mientras alguien toca cansinamente el acordeón.
Cuando acaban de rezarle a un santo, un hombre reparte bebida entre los que están alrededor, adultos y niños: destapa los botellines de Coca-Cola y llena un solo vaso, que va pasando de mano en mano y de boca en boca. Para los tzotziles católicos, al eructar se expulsan los demonios del cuerpo, y ésa es una de las razones del culto a la Coca-Cola. Otros beben agua, y otros pox, que es una bebida muy alcohólica a base de caña de azúcar. Después de rezarle la plegaria a cada santo, se beben un chupito y pasan al siguiente. Cuando las mujeres se mueven de sitio, algunos hombres pasan recogiendo la cera derretida con una espátula. Las mujeres cambian de sitio, se arrodillan de nuevo, y empiezan a colocar las hileras de velas y de Coca-Colas en el suelo. Una muchacha juega con el móvil mientras su madre enciende velas. Una mujer pasa caminando y se saca el pecho sobre la marcha para ponérselo al crío que lleva colgando y llorando. Al fondo de la iglesia hay un retablo de madera, que algunos operarios están pintando de colores: el olor de la pintura se mezcla con el del incienso y la cera, y el ambiente es demasiado denso.
Cuando voy a salir de la iglesia, llega el lío. Junto a la puerta trasteo con la cámara que llevo en el bolsillo, y uno de los guías interrumpe su explicación, sale del corro y viene hacia mí. Me exige que le entregue la cámara. Me niego. Me pide la tarjeta. Me niego. Llama a otros encargados y mayordomos de la iglesia. En la plaza, junto a la puerta de la iglesia, discutimos. Al rato viene otro que parece mandar más y me advierte: "Si no entregas la cámara, la policía te la va a destruir y vas a ir a la cárcel ocho días". Le digo que no tengo imágenes, que la cámara ha estado apagada. Otros hombres empiezan a rodearme. "Dame la tarjeta, amigo". La situación pierde el punto cómico y empieza a ser algo violenta. Les digo que quiero hablar con la policía. Se ríen: "En este pueblo, la policía somos nosotros, ellos hacen lo que nosotros decimos".
Empiezan a explicarles a otros turistas que me van a llevar preso por haber filmado dentro de la iglesia. Les repito que no tengo imágenes, y que la cámara y la tarjeta son mías, y ellos no tienen por qué manipular mis imágenes personales. "Cuando los turistas se ponen agresivos, las autoridades quiebran la cámara, así aprenden". Les digo que no soy agresivo, que estoy muy tranquilo. Calibro todas las posibilidades y llego a la conclusión de que no habrá forma de zafarse de esta gente. Les digo que me acompañen hasta el edificio verde para hablar con la policía. Cuando me doy la vuelta, un hombre de sombrero y bigotillo me agarra del brazo: "De aquí no das ni un paso, amigo". Empiezan a hablar en su lengua. Llaman por teléfono a las autoridades, supuestamente, para que vengan a encarcelarme. La situación ya no da más de sí. Así que accedo a revisar la tarjeta.
Me custodian hasta una tienda de informática. Metemos la tarjeta en el ordenador. Yo mismo manejo el ratón. Revisamos los vídeos: no hay nada. Todos contentos: "Te puedes ir, amigo". De todas formas, vuelvo a la iglesia para disculparme ante los encargados, y para echar un último vistazo al rito que continúa dentro, con las mujeres por los suelos prendiendo velas y ordenando los botellines de Coca-Cola, y los hombres con las pellizas negras repartiendo vasos de Coca-Cola y pox. Cuando salgo a la calle de nuevo, una voz está anunciando algo por un megáfono en lengua tzoztil. De vez en cuando, entreverados en el discurso, suenan los sonidos claros de algunas palabras españolas: cooperativa, barato, cristiano. Me subo a otra combi en la plaza y vuelvo a San Cristóbal.
Sé que he transgredido sus normas, pero no acabo de entender qué puede haber de secreto en esta ceremonia, o qué hay de sagrado o de vergonzoso en ella para que no permitan tomar imágenes. Tampoco creo que la difusión de las imágenes del interior, siendo curiosas, sean algo tan importante. Sin embargo, ya que uno no es ajeno a las pesquisas periodísticas, de alguna forma consigo que un amigo, que tiene una flor en salva sea la parte, me facilite fotografías obtenidas dentro del templo. Y, respetando la confidencialidad de mi fuente, tampoco creo que sea un delito ilustrar este artículo con algunas de ellas.
La sociedad de San Juan Chamula es más compleja que lo que cuento en esta escena. En el pueblo surgieron con fuerza iglesias evangélicas y pentecostales que se enfrentaron a los católicos, con el resultado de que muchos vecinos tuvieron que desplazarse a los suburbios de San Cristóbal. Son los que montan mercadillos y pequeños comercios a las afueras, en casas precarias, con fachadas llenas de consignas y lemas políticos y religiosos. Algunos de ellos están cercanos a la ideología zapatista, que no sé cómo puede tener algo que ver con la religión, y en ese batiburrillo de creencias precolombinas, religiones e intoxicación ideológica viven y tratan de convivir.
Pero no es algo particular de este pueblo chiapoteco. La proliferación de sectas y variantes en toda América Latina tiene ya proporciones de epidemia. Por si no tuvieran bastante en estas regiones pobres y calientes con el hostigamiento moral de la Iglesia católica, estas nuevas variantes hacen que los mensajes religiosos estén presentes en todo lo que se ve y oye: carteles y señales en las carreteras, letreros en los taxis y autobuses, costumbres públicas, cualquier conversación formal o informal. De ahí va a ser muy difícil salir.
Cuando me bajo en el mercado de San Cristóbal, veo por las calles hombres y mujeres con las pellizas de oveja, que vienen a vender o comprar cosas, y suman sus colores al abigarramiento de los mercadillos de la ciudad. Y en el fondo, todo esto también forma parte del espectáculo.
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