sábado, 14 de mayo de 2016

Largo, largo adiós

Cortar con el paisaje humano que lo rodea a uno es duro, casi tanto como necesarias las despedidas. Uno nunca acaba de irse, como tampoco acaba nunca de llegar. La pena puede durar tanto como uno quiera alargarla, es tan difícil decir adiós, incluso decir hasta luego. Volver no es ir de nuevo a un sitio, ni siquiera es regresar: volver es irse otra vez.

Una fiesta de cumpleaños en la bahía, con fuego de maderas recias que venían de una aventura lejana, con antorchas clavadas en la arena y globos de colores, con barbacoa a lo gaucho, con luces trémulas sobre el agua y abrazos muchos. Un último viaje al norte, con aventuras nuevas en la frontera, con fútbol de gringos torpes y con comida giratoria a ciento cincuenta metros sobre el suelo. Una barbacoa hogareña, con vinos y cervezas y toques de balón en el patio trasero, y barajas con risas y más abrazos. Una sobremesa entre montevideana y madrileña, de conversaciones muy rápidas, de promesas a la larga, mientras el sol se pone tras las listas verticales de la persiana. Una penúltima cena de tacos de langosta, con risas y recuerdos y regalos españoles Made in USA, y cerveza pausada, y olas oscuras del Pacífico templado, y actos generosos en la cuenta y en la vuelta a casa.

Y una última tarde que al fin es la última: sushi con prisas al lado del banco; granizado de café con fresas y muffin en el Starbucks en el que tantas horas he pasado, frente al cuadro del elefante y el letrero Tanzania; las últimas palabras rápidas, directas, despreocupadas, de quien tanto aprecio porque sabe decirlas en español mejor que nadie, porque no es su lengua; y después abrazos de hermano con promesas cercanas de encontrarnos bajo el sol de Sevilla; y las esperanzas que se cuajan de uno de mis mejores alumnos que ya estuvo en Barcelona y volverá para quedarse, y me saca una foto en la que sonrío sinceramente, porque lo veo ya como será en el futuro, rodeado de focos y de brillo tras la cámara; unas lecciones rápidas de arquitectura y de nostalgia adelantada, cuando ya se ha puesto el sol; otro acto generoso que me permite hacer en coche un último viaje a Pacific Beach, el lugar del que uno nunca debiera salir: jamón y queso y aguacate, helado con espaguetis de chocolate, alegre vino de Oporto, Melendi, Estopa, Café Quijano, y por fin Sabina. Cuánto he aprendido de toda esta gente, y cuánto seguiré aprendiendo.

En el último trayecto por la 5 busco Radio Latina, en la 104.5. Atravieso los puentes de Mission Bay, y los focos reflejan en el agua con una claridad irreal. Es la última vez que cruzo frente al Downtown de San Diego, hileras de focos verdes y rojos siluetean los edificios más altos, como en una secuencia final de película, en una noche clara y despejada. Suena José Luis Perales, suena un meloso Enrique Iglesias, suena un lamento boliviano. Paro a echar gasolina junto a la que ha sido mi casa, mi barrio, tanto tiempo. Y aún voy a escuchar completa, antes de aparcar, la canción de Roberto Carlos: el gato que está triste y azul.

Es triste tener que despedirse, es largo tener que decir adiós. Más azul que triste, cierro los ojos. Hay noches que no se acaban, como hay adioses que no se cierran.


2 comentarios:

  1. Es muy distinto leer esto habiendo estado en muchos de los lugares que describes, pero ya sabes: "La vida es un camino donde aprendemos a decir adiós". Otros lugares, otras personas y nuevas experiencias esperan detrás del siguiente camino, amigo.

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