Que los seres humanos se mueven continuamente de un lado a otro es algo tan obvio como el hecho de que nacemos con dos piernas para impulsar ese movimiento. Las corrientes migratorias han sido inseparables de la existencia de la humanidad en la Tierra. Y en el último siglo y medio, comandadas sobre todo por europeos que huían de las hambres y los excesos del Viejo Continente, se han disparado.
Ahora Europa se encoge, pero el movimiento perpetuo continúa, tan humano como el deseo de saciar el hambre, de buscar el calor en invierno, de alejarse del peligro. A mí me hace gracia recordar la uniformidad con la que todavía crecimos en los pueblos de España durante los años 80, y lo poco enterados que estábamos de la gama de colores, sabores e idiomas que había en el mundo. Mirábamos con fija extrañeza y un poco de susto, como el hermano del Lazarillo a su propio reflejo, cuando veíamos un negro por la calle. El mismo infantil automatismo con que girábamos la cabeza cuando escuchábamos una lengua distinta de la nuestra, incluso un acento distinto de la propia lengua.
Las series americanas y las películas en televisión fueron paradójicamente una pantalla al mundo real, que vino apenas unos años después a mezclarse con nuestro aburrido paisaje en sepia. Aun así, creo que nunca me he recuperado de esa propensión a lo raro, a lo distinto, a volver la cabeza para saber más de quien trae otro aspecto o se explica con palabras extrañas. Estados Unidos es uno de esos territorios del mundo donde la amalgama de culturas es precisamente la propia identidad. Un país de dimensiones continentales que ha acogido durante varios siglos el excedente de la miseria y las ilusiones de medio mundo, y en donde, mal que bien, todas las culturas se funden bajo unos mínimos patrones comunes, que suelen tener que ver con el imperio de la ley, la libertad individual y el orgullo nacional. Por eso cuesta entender que en un país así esté resucitando, al calor de la precampaña presidencial, tanta mala baba, tanto odio indiscriminado.
En una cafetería de Seattle aparece en el rincón de la televisión el penacho de zanahoria de Donald Trump, que ha venido a dar mítines a dos ciudades del estado de Washington, Lynden y Spokane, en el rally por la presidencia. Hablan dos señores blancos y gordos, y se deshacen en elogios hacia el candidato republicano. Let's make America great again, etcétera. En la portada del Seattle Times, que hojeo con dificultad entre los waffles y el café en vaso de cartón, aparecen los seguidores del mitin de ayer. Gorras de béisbol y pancartas, una señora carnosa con una camiseta abierta con la bandera nacional: todos los individuos que aparecen en la foto son blancos. En la mesa de enfrente un mexicano les explica a sus amigos, en español, que después de la guerra civil muchos sureños racistas se refugiaron en este último rincón del noroeste del país, porque aquí se necesitaba gente y no serían represaliados.
Y es verdad que una gran parte de la gente que se ve por la calle en este extremo del país es blanca: muy blanca, muy rubia, muy guiri. Pero a nuestros ojos inocentes les llama la atención la cantidad de asiáticos de todas procedencias, tanto llevando negocios como atendiendo en los restaurantes y hoteles. En Vancouver, en la Columbia Británica, al otro lado de la frontera, no son precisamente una minoría. Y muchos están ahí desde el siglo XIX, desde mucho antes de que llegaran las olas de europeos. Una mañana desayunamos en una cafetería holandesa frente al puerto, atendidos por una graciosa camarera irlandesa. En la pared frente a la puerta de entrada hay un enorme mapamundi: los clientes clavan un alfiler sobre su lugar de origen. En el centro de España, hacia el sur, había apenas un hueco para mi alfiler.
Aunque la verdadera vuelta al mundo la damos en el negocio del transporte. En Canadá no funciona Uber, y una noche, al salir del Skytrain, un taxista indio nos lleva a la casa, que pertenece a un ingeniero chino. El taxista habla un inglés pedregoso y difícil de seguir, hace bromas machistas, y nos dice que su idioma materno es el guyaratí, una lengua del norte de la India que era también la que hablaba Gandhi. Antes de cruzar la frontera se nos pincha una rueda del coche alquilado, y al poco de cambiarla encontramos casi de milagro un taller de neumáticos. El dueño es un armenio de segunda generación que creció en Toronto, guapo y cordial, y después de ponernos una rueda nueva nos explica que el precio de la vivienda en los alrededores de Vancouver es tan alto por culpa de la inflación que provocan los empresario chinos, que vienen y compran todas las propiedades pagando en cash a los propietarios blancos.
Ya en Estados Unidos, una tarde nos lleva al estadio un joven blanco con aretes dentro del lóbulo de las orejas y grandes conocimientos deportivos. Trabaja en una compañía de carga del puerto de Seattle, y se saca un sobresueldo con Uber. Es de las pocas personas que dice ser del estado de Washington. Por la noche, nos recoge un chico negro de Connecticut que vino a probar suerte a la costa oeste, y parece haberla recorrido entera, desde San Diego a Vancouver. Y más tarde nos devuelve a casa otro conductor de Uber de procedencia más exótica: es un chico de Gambia que también trabaja en una compañía de carga en el puerto de Seattle.
Para ir al aeropuerto, subimos en el coche de un somalí muy dicharachero y muy hablador. Tiene la piel café y esos ojos claros y directos que dan tanto miedo en las películas de piratas modernos. Tiene a la familia en su país, y nos explica que la costa Oeste y Somalia son antípodas, y entre eso y la guerra eterna ve muy difícil que alguna vez regrese. No para de hablar, en buen inglés, y sabe de todo. Nos enumera ciudades españolas, recreándose en nuestra exótica pronunciación de la ce en Valencia o Barcelona. Me pregunta por mi opinión sobre las pretensiones independentistas en Cataluña. Que un somalí le pregunte a uno sobre estos asuntos de camino al aeropuerto de Seattle-Tacoma, en el norte del estado de Washington, descoloca un poco. Al saber que uno de nosotros es mexicano, se anima a bromear: "Entonces seguro que conoces a Trump". Y nos cuenta con gracia una historia según la cual el gobierno mexicano habría accedido a construir y pagar el famoso muro que quiere el empresario lunático, pero con una sola condición: que el muro se levante en las fronteras originales, es decir, devolviendo a México la mitad de su territorio y no dejando pasar a los yanquis al otro lado.
De nuevo en el sur de California, donde el paisaje humano vuelve a moverse desde Asia a México, en la noche templada de San Diego nos recoge otro conductor de Uber de origen aún más exótico, si cabe. Es un negro risueño de nombre francés, de piel reluciente y panza prominente, que parece un jazzman a punto de agarrar el saxofón. Es de Burundi, habla cinco idiomas, y llegó a los Estados Unidos desde Estrasburgo, hasta una universidad que reclutaba jugadores de baloncesto. Por el camino lo llama su hija, y con el manos libres funcionando asistimos a una conversación ágil en kirundi, un idioma dulce en el que se mezclan palabras inglesas y francesas.
Creo que nunca me voy a quitar mi traza rústica, mi cara de asombro cuando me cruzo con esos individuos que vienen recorriendo el mundo buscando una vida mejor, sobrevivientes de guerras o de decepciones colectivas, que se desenvuelven con soltura en muchos idiomas, y aún hablan de sus países con la nostalgia de lo que fue posible. El mundo se mueve, desde el día en que Caín cambió de pueblo, y mientras haya la sombra turbia de un oasis en el horizonte, seguiremos echando a andar por las arenas del desierto.
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