San Pedro Sula, norte de Honduras. En las clasificaciones macabras del crimen mundial, esta ciudad está en los primeros puestos. "Sólo hay que conducirse con cuidado", me dice el taxista que me lleva del aeropuerto al centro. Es de aquí, siempre ha vivido aquí, y le gusta su ciudad. "Lo único malo es el calor, siempre hace mucho". Al salir a la puerta del aeropuerto me ha pegado un golpe de aire calentujo que me ha entornado los ojos. Es un calor demencial, húmedo y arrasador.
En el avión llevo al lado a un muchacho que viaja con una biblia manoseada. Al rato arranca y no para de darme conversación: es electricista en Houston, juega al fútbol, viaja a Honduras para ver a su esposa, incluso me enseña una foto de la boda en el móvil. Lleva con él a una muchacha de unos cuatro años, con mariposas de colores en el pelo, que no es su hija, "sino de otro hermano de la iglesia", y va a Honduras por primera vez, para conocer a la familia. Al otro lado un hombre moreno y con bigote repasa una a una las muchas bolsas llenas de aparatitos electrónicos que lleva en la mochila, cada una con el nombre de su destinatario.
En el aeropuerto encuentro los primeros síntomas de ineficacia latina: alguien olvidó subir al avión las fichas de inmigración, y por culpa de eso tenemos que hacer cola más de una hora. Todo el aeropuerto está lleno de carteles publicitarios de una compañía de no sé qué, con un lema gracioso: Unidos Podemos. Me subo con un taxista que honestamente me ofrece un precio que es la mitad de lo que me piden otros. Me pregunta por la reacción de Europa ante el drama de los refugiados sirios, me pregunta por lugares de España. Cuando le digo que soy de La Mancha, me habla del Quijote. "Y El Toboso también existe, ¿verdad?". He conocido a muchos americanos, e incluso mexicanos, con formación superior, que no sólo no sabían situar La Mancha, sino que no les sonaba de nada la palabra Quijote.
Le pregunto si a la ciudad llegan muchos turistas. "Antes sí, pero le seré honesto: desde que empezó la delincuencia, ya son muy pocos". De camino a la ciudad hay una carretera flanqueada de vegetación exuberante, hay puestos de frutas y jugos, gentes que dormitan bajo el sopor de verano. Autobuses escolares amarillos, descartes norteamericanos. Se nos cruzan varios carros tirados por un caballo. En las esquinas los postes sujetan líos de cables negros de aspecto monstruoso. Las motos y los coches cruzan de culquier manera, por donde pueden, cuando pueden. En cada esquina hay una señal patrocinada por la Coca-Cola: "Mantengamos limpia la ciudad", "Si toma no maneje".
El centro de la ciudad no es muy grande, son bloques cuadrados, como los de cualquier ciudad colonial. Muchas aceras están reventadas. En las puertas de los bancos, en las gasolineras, en muchos comercios, hay guardias de seguridad con camisa azul y pistola. Hay parejas de soldados por todos lados, en medio de los mercados, en las esquinas. Frente a la catedral, que es un edificio colonial color crema, están aparcadas dos furgonetas militares, y varios soldados hacen guardia con los rifles levantados. También dentro de la catedral hace mucho calor. Creo que es la primera iglesia que me encuentro donde se suda tanto o más que en la calle. En la puerta hay carteles grandes advirtiendo que no se puede llamar por el celular, leer el periódico, comer o dormir en las bancas de la iglesia. También hay un guardia de seguridad junto al cartel.
Los bancos tienen todo tipo de inscripciones, también algunas obscenas. Están abiertas a la calle las dos puertas laterales, para ventilar el crucero, y algunos hombres aprovechan la corriente del aire sin caer dormidos. Uno de ellos tiene entre las piernas una jaula con pájaros. Otros carteles en la pared: "Por respeto a este santo lugar y para seguridad de todos, las cámaras están filmando". Los mensajes escritos en azulejos junto a los santos tienen faltas de ortografía. Con todas las puertas abiertas, hasta el interior de la iglesia llega un escándalo como de discoteca: a los pitidos de los coches y el ruido del tráfico se suma el del mercadillo de la calle inmediata, donde suenan a todo volumen canciones de Alejandro Fernández y después de José Luis Perales: Y cómo es él.
Los mercados llegan hasta las paredes de la catedral. También las manchas de orines. Como en cualquier mercado del tercer mundo, hay un abigarramiento imposible de colores, formas y olores. Discos de música, flores, frutas tropicales, jugos, ropas. Son calles y calles llenas de puestos, en un mercado que no tiene principio ni fin. Entre la gente que camina y tropieza, entre los puestos del mercado, cruzan las motos y también los coches, y todavía no entiendo cómo puede no haber atropellos.
Hay muchos hombres desocupados por las esquinas, en los bancos de la plaza, frente a la catedral. Muy cerca hay una placita techada con puestos de comida. En una acera alguien ha colocado unos altavoces gigantes y empieza a sonar a todo volumen Entre dos tierras, de Héroes del Silencio. Pruebo las famosas tajadas de plátano, un refrescante jugo de tamarindo.
Por la noche los puestos de mercado empiezan a recogerse. Hay luces precarias entre los puestos de madera, que se alinean a lo largo de la vía del ferrocarril, que por supuesto dejó de usarse hace décadas. Da la impresión de que ha habido un corte de luz generalizado, de que ha pasado un temporal levantando el cemento de las calles, quebrando las aceras. Las luces de los coches son las que iluminan de verdad, como en noches de apagón. De una discoteca sale el sonido contundente de los grandes éxitos de Camilo Sesto. Hay parejas de muchachas muy arregladas en las esquinas, con mucha pintura y falda corta. Hay gente tomando el fresco en las aceras, tertulias a las puertas de las pulperías. En muchas paredes hay inscripciones donde la palabra principal es Jesucristo. El extranjero ha de conducirse con cuidado en esta ciudad, como me dijo el taxista, pero yo me iré en cuanto amanezca, y no puedo evitar sentir una gran compasión por los que se quedan aquí, condenados al calor infernal y sórdido del que no se sale.
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