El viaje de vuelta comenzó probablemente en la otra frontera, en la del norte, cuando dejábamos atrás Canadá. Un viaje, como cualquier actividad de la vida, debe tener un propósito. Aunque el propósito esté sujeto a variaciones, a improvisaciones y caprichos. Mi viaje de vuelta es al mismo tiempo muchas cosas: el final, por ahora, de mi vida americana; la despedida paulatina de los lugares y las gentes con las que he compartido esta etapa; el encuentro con nuevos lugares hasta hace poco exóticos e inaccesibles; finalmente unas últimas escalas en mi ya larga relación con México.
Pero es también, y sobre todo, un viaje de aprendizaje. Es una aventura inversa, una vuelta a casa de a pocos. Una secuencia lógica con la que uno va despojándose de cosas importantes, para ir encontrándose a sí mismo y llegar de nuevo, con poco más que lo puesto, al punto del que salió.
Vancouver es el lugar más al norte al que llegaron las exploraciones de los navíos españoles en el Pacífico, en el oeste más extremo. Es el lugar desde el que salí hacia el sur y hacia el oriente, para volver a casa. Visto así, adquiere para mí un carácter simbólico, y traza una curva más extensa en el viaje de vuelta. En el viaje en el que iré desprendiéndome poco a poco de los paisajes cotidianos, de algunas expectativas que hubieran sido aceptables, y también de la compañía.
En Vancouver éramos turistas latinos. Como turistas, cruzamos un puente suspendido cien metros sobre el río, paseamos por las pasarelas que unían las alturas de los cedros y abetos del parque Capilano, por el puerto de cruceros, por las calles limpias y ordenadas, por el ambiente artístico y marinero de la isla de Greenville.
Seguíamos siendo turistas cuando cruzábamos la frontera terrestre de Canadá. La primera de las muchas fronteras que voy a cruzar en pocas semanas. Nos mandaron a las oficinas, como a muchos otros coches. El guardia se molestó cuando volví para cerrar las ventanillas del coche: "Nadie va a quitarle nada. ¿Qué se piensa, que esto es Vancouver?". Precisamente Vancouver es una de las ciudades con menor índice de delincuencia en todo el mundo, pero así es el humor gringo. Me preguntaron muchas más cosas de las que estaba acostumbrado a responder en la otra frontera, en la mexicana, y después de mucho rato seguimos camino entre los bosques infinitos del estado de Washington.
En Seattle fuimos también turistas latinos, disfrutando de la vitalidad de Pike Place, el mercado del puerto, entre pescado fresco y flores. Como turistas, pasamos al primer Starbucks del mundo, donde a esa hora salían con sus cafés en la mano unos monjes budistas, con sus túnicas anaranjadas. Y nos mezclamos con la afición local del Seattle Sounders, para comprobar que incluso con nuestro fútbol los americanos hacen un gran espectáculo donde lo menos importante es el juego. Y vimos las guitarras y los objetos personales de Jimmy Hendrix y Nirvana en el museo del rock and roll. Y dimos dos vueltas completas a la vista de la ciudad en el restaurante giratorio que hay arriba de la Space Needle, a ciento cincuenta metros sobre el suelo, para despedirnos del norte y un poco de nosotros mismos.
Y de vuelta a San Diego, de extremo a extremo de la costa oeste, empezó de verdad el otro viaje, el de las despedidas y el que me irá acercando a casa. El que me irá dejando solo en pocos días. Como apenas había pegado ojo en mi última noche en California, en el vuelo de San Diego a El Paso me quedé dormido. Al llegar, la hora había cambiado y no se correspondía con la de mi reloj. Tuve por primera vez la extraña sensación de estar viajando y al mismo tiempo de no moverme del sitio. El viaje había empezado.
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