Si San Diego es la primavera perfecta, el invierno tampoco
queda muy lejos. En tres cuartos de hora de coche hacia el interior ya hay
elevaciones de más de mil metros, donde se suceden las estaciones de verdad,
donde incluso nieva varias veces al año. Para salir de San Diego hacia el este,
por la interestatal 8, se atraviesa La Mesa y después El Cajón, por donde la
ciudad se va disgregando en suburbios, barrios muy extensos de casas bajas y
mucha arboleda, una comunión perfecta de residenciales y bosques. La carretera
empieza a empinarse cerca de Alpine, pasado el gran complejo de entretenimiento
Viejas Casino & Resort, en la reserva india de Viejas, que pertenece a la
tribu de los Kumeyyay.
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De vuelta al
merendero nos llega el olor dulce de las barbacoas, el estremecimiento
anticipado de los que cenarán antes de las cinco y pasarán la larga noche en
las endebles tiendas. Enfilamos el coche por laderas pedregosas de monte bajo
hasta el cruce de Descanso, donde empieza una carretera con mil curvas, la
estatal 79, que lleva hasta Julian. A los lados de la carretera hay modestos
ranchos con vacas o caballos, casitas hermosas y tranquilas de madera pintada,
postes con buzones de lata, una escuelita, la oficina del sheriff. Atravesamos
el lago Cuyamaca, donde hay restaurantes vacíos y un complejo de ocio
deportivo, algunas barcas quietas en la mínima superficie inundada. El sol que
se pone resalta las formas de los árboles, deja un color azulado e irreal sobre
las copas.
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Pasamos a una
librería que es realmente una casa de madera con estanterías repartidas por
todas las habitaciones, justo cuando el dueño está a punto de cerrar. Me
sorprende que reconozca mi cara nada más vernos pasar. Es un hombre afable y
gordezuelo, de pelo blanco, que nos recomienda con tono pausado, desde su
jardín con estatuas, llevar cuidado con los ciervos que se nos crucen en la
carretera al salir del pueblo.
Hace un frío
crudo en la calle, ha bajado de diez grados y no estamos preparados para el
invierno. Cenamos buena carne en un restaurante con dos salas muy anchas y
mesas de madera recia. Junto a la puerta está colocada una estatua en madera de
un indio con tocado de plumas, de tamaño real. La barra es larga y está llena
de hombres con ropas claras, con apariencia de cazadores, con gorras del revés,
bebiendo cerveza en vasos altos. Una única televisión retransmite un partido de
fútbol americano. Dos vejetes con cabellos largos y desordenados están sobre el
escenario preparando la batería y las guitarras eléctricas.
Uno no puede
visitar Julian sin probar el pastel de manzana. Entre los montes que rodean el
pueblo hay muchas explotaciones de manzanos, y la fama de los apple pies de Julian está bien ganada.
Nos refugiamos del frío de este invierno sobrevenido en la sala grande y
acogedora de una bakery, que en el
fondo es igual que una confitería española de pueblo, pero con menos ruido. El
café y el chocolate caliente confortan. Aunque extraña, vuelve a ser instintiva
la reacción de rodear los vasos con las manos frías. El pastel de manzana viene
también caliente, y el efecto es delicioso con el top de helado de vainilla. Calor y frío, como el contraste de
temperatura que experimentamos durante el día. Tan cerca del Pacífico, tan
cerca de la templanza casi invariable de San Diego, se cuela por la puerta una
ráfaga de frío de la calle que viene a mezclarse con el olor cercano del café
caliente y por un momento me siento, nos sentimos, en el abrigo tan familiar de
algún lugar en el interior de España.
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