Las dimensiones de Ciudad de México son hiperbólicas, pero
por algún sitio hay que empezar. El área urbana del Distrito Federal abarca
1500 km², donde viven 9 millones de personas. Sumando las delegaciones y
municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, la población es de 21
millones.
La Avenida
Insurgentes cruza la ciudad de sur a norte, y es por tanto una de las calles
más largas del mundo, con casi 30 kilómetros de largo. Nos subimos a un autobús
rojo a la altura de la colonia Nápoles, en dirección norte, y en la televisión que
entretiene a los pasajeros lo primero que escuchamos es que el 1% de la
población mexicana posee el 50% de la riqueza del país.
Llegamos en
metro al bosque de Chapultepec, una enorme extensión de bosque urbano que acoge
museos, lagos y hasta un zoológico. Hay anchas avenidas, aire limpio, alturas
de ahuehuetes, pinos, sicomoros, cedros, palmeras. Cruzamos un puente, un
colorido mercado dominical, pasamos frente a una escalinata con columnas
blancas, el Altar a la Patria, y subimos la cuesta en espiral que lleva al
Castillo de Chapultepec, donde está el museo de Historia y desde donde se ve
una panorámica de la infinita ciudad.
Los domingos
se cierra al tráfico rodado un buen tramo de la calle Reforma, que es la arteria
principal de la capital, y salen a las avenidas miles de bicicletas. Alquilar
una bicicleta es muy fácil y cómodo. Las ecobicis
están por toda la ciudad, se pueden coger y soltar en cualquier punto. E
incluso un extranjero puede utilizar el servicio bicigratis con sólo presentar una credencial. Avanzamos por Reforma
como en una carrera ciclista popular: niños y grandes, ciclistas que arrastran
perros, patinadores, siguiendo las marcas de conos, las indicaciones de cientos
de voluntarios en los cruces. Pasamos por la avenida despejada de coches con la
tranquilidad de disfrutar los monumentos de las glorietas: primero la Diana
Cazadora, después el Ángel de la Independencia, muy alto y dorado, la efigie de
Moctezuma, después la de Cristóbal Colón, al que han arrojado pintura roja
sobre el pecho.
En las aceras
de Reforma hay cientos de estatuas de próceres mexicanos, unos con elegantes
trajes decimonónicos, otros con pistolas. En todos los pedestales hay
inscripciones anarquistas o reivindicativas de los 43 estudiantes desaparecidos hace más de un año en Ayotzinapa. Hay muchas rótulos culpando al Estado,
carteles colgando de edificios, una concentración con los rostros de los 43.
Llegamos a Alameda, al Palacio de Bellas Artes, y nos perdemos por el circuito
señalizado, por calles llenas de hoyos, de iglesias pequeñas, de comercios, de
vida, antes de volver a Chapultepec.
México es tan
español, que en un ataque de nostalgia arrastro a mis amigos, a una corrida de
toros en la Plaza Monumental. La México es la plaza de toros más grande del
mundo. El ambiente alrededor de la plaza es el mismo de cualquier plaza de
capital española: mucha pose, mucho traje cuidado, sombreros elegantes, puestos
donde se venden gorros o botas de vino, restaurantes en la calle que sirven
paella, colas en las taquillas, reventas de última hora. Comemos enfrente, en
un restaurante atiborrado que se llama El Villamelón, tacos de carne asada y
volcán de quesadilla. Afuera un heladero con carrito me vende un helado de
cítricos con tequila y otro que verdaderamente sabe a vino tinto.
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En la corrida pasa de todo: el
extremeño Alejandro Talavante, que era la gran atracción, decepciona, sólo le
arranca unos buenos pases al primer toro. Los otros dos toreros, mexicanos, le
pusieron más ganas y tuvieron más suerte en sus lotes. Arturo Saldívar salió a
por todas, hizo dos buenas faenas pero se fue de vacío. Y Diego Silveti se
encontró un tercer toro muy bravo, al que toreó con precisión académica, pero
que lo revolcó dos veces. En una de ellas, con el torero en el suelo, el toro
le metió el pitón por la chaquetilla. Descalzo y maltrecho, el torero mexicano
salió entre ovaciones a matar al toro, y le cortó una oreja. Hubo momentos de
riesgo en las banderillas, caballos derribados en la suerte de picas, y también
muchos borrachos lanzando gritos deportivos y políticos, y más gritos desde
abajo que los mandaban a todos a la chingada. Un niño a mi lado, comiéndose una
nube de algodón, cuando iban a matar al primer toro, le estaba diciendo a su
padre: “¿Pero los toros se pueden matar?”.
Acabamos la noche cenando en la
colonia Roma, en el restaurante La Docena, donde hay una cava de vinos y un
rincón con jamones colgados, y hasta un cortador profesional. Comemos ostras,
ostiones y pulpo, y creo que en estas lejanías americanas, tan próximas, no
podemos dejar de hablar de España.
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