domingo, 22 de noviembre de 2015

México DF día 2: aztecas y españoles

Las dimensiones de Ciudad de México son hiperbólicas, pero por algún sitio hay que empezar. El área urbana del Distrito Federal abarca 1500 km², donde viven 9 millones de personas. Sumando las delegaciones y municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, la población es de 21 millones.

         La Avenida Insurgentes cruza la ciudad de sur a norte, y es por tanto una de las calles más largas del mundo, con casi 30 kilómetros de largo. Nos subimos a un autobús rojo a la altura de la colonia Nápoles, en dirección norte, y en la televisión que entretiene a los pasajeros lo primero que escuchamos es que el 1% de la población mexicana posee el 50% de la riqueza del país.

         Llegamos en metro al bosque de Chapultepec, una enorme extensión de bosque urbano que acoge museos, lagos y hasta un zoológico. Hay anchas avenidas, aire limpio, alturas de ahuehuetes, pinos, sicomoros, cedros, palmeras. Cruzamos un puente, un colorido mercado dominical, pasamos frente a una escalinata con columnas blancas, el Altar a la Patria, y subimos la cuesta en espiral que lleva al Castillo de Chapultepec, donde está el museo de Historia y desde donde se ve una panorámica de la infinita ciudad.

         De nuevo en el llano del bosque, tomamos pastel de queso y café con leche en un puesto del mercado y tenemos suerte de que la fila para entrar al Museo de Antropología avance rápido. El Museo de Antropología es uno de los depósitos arqueológicos fundamentales de América Latina. En las ocho hectáreas que ocupa el museo se reparten miles de objetos de las culturas de la Mesoamérica prehispánica, y también algunas salas dedicadas a la etnografía de los pueblos indígenas actuales.


         En la sala maya hay grandes dinteles de piedra con representaciones de dioses, frescos con guerreros emplumados, reproducciones de secciones de los templos de Palenque o Tulum, en la península de Yucatán. En la sala de las culturas del Golfo de México hay colosales cabezas olmecas, de labios gordos y narices chatas, figuras de dioses y de guerreros toltecas, mixtecas, zapotecas. En la sala mexica, que es la gran atracción del museo, gigantesca y profusa, hay una reproducción del tocado de plumas de Moctezuma, altares, códices, maquetas de mercados aztecas y de la gran ciudad de Tenochtitlán, con sus templos erigidos sobre el complejo de la laguna. 



      Y está la joya del museo y de la cultura azteca, que saluda al espectador desde el centro de la sala, frente a la puerta principal, como hace Las Meninas desde la sala central del Prado: la Piedra del Sol. Es mucho más grande de lo que parece en las fotos, mucho más imponente. Es un disco de basalto de 3,60 metros de diámetro que contiene un compendio de la cosmogonía de los mexicas: el dios Tonatiuh, los cuatro soles, la rueda de los veinte días, serpientes de fuego. En estos lugares, como europeo heredero de una cultura que consideramos tan rica, me siento tan ignorante como me he podido sentir en el sudeste asiático: hay tanto que no sabemos, y que hemos pasado tanto tiempo despreciando con nuestra indiferencia, tantas culturas, tanto de humano que desconocemos.

         Al salir del museo nos encontramos con los voladores de Papantla. De un palo de unos veinte metros penden cuatro danzantes boca abajo, enganchados a unas cuerdas, de las que se van desenrollando conforme dan vueltas en círculo, hasta dar en el suelo, mientras uno de ellos anima la danza en el aire con el son de una flauta. Es un ritual religioso mesoamericano, que todavía siguen practicando algunos pueblos de Veracruz, Guatemala o Puebla.

         Los domingos se cierra al tráfico rodado un buen tramo de la calle Reforma, que es la arteria principal de la capital, y salen a las avenidas miles de bicicletas. Alquilar una bicicleta es muy fácil y cómodo. Las ecobicis están por toda la ciudad, se pueden coger y soltar en cualquier punto. E incluso un extranjero puede utilizar el servicio bicigratis con sólo presentar una credencial. Avanzamos por Reforma como en una carrera ciclista popular: niños y grandes, ciclistas que arrastran perros, patinadores, siguiendo las marcas de conos, las indicaciones de cientos de voluntarios en los cruces. Pasamos por la avenida despejada de coches con la tranquilidad de disfrutar los monumentos de las glorietas: primero la Diana Cazadora, después el Ángel de la Independencia, muy alto y dorado, la efigie de Moctezuma, después la de Cristóbal Colón, al que han arrojado pintura roja sobre el pecho.

         En las aceras de Reforma hay cientos de estatuas de próceres mexicanos, unos con elegantes trajes decimonónicos, otros con pistolas. En todos los pedestales hay inscripciones anarquistas o reivindicativas de los 43 estudiantes desaparecidos hace más de un año en Ayotzinapa. Hay muchas rótulos culpando al Estado, carteles colgando de edificios, una concentración con los rostros de los 43. Llegamos a Alameda, al Palacio de Bellas Artes, y nos perdemos por el circuito señalizado, por calles llenas de hoyos, de iglesias pequeñas, de comercios, de vida, antes de volver a Chapultepec.

         México es tan español, que en un ataque de nostalgia arrastro a mis amigos, a una corrida de toros en la Plaza Monumental. La México es la plaza de toros más grande del mundo. El ambiente alrededor de la plaza es el mismo de cualquier plaza de capital española: mucha pose, mucho traje cuidado, sombreros elegantes, puestos donde se venden gorros o botas de vino, restaurantes en la calle que sirven paella, colas en las taquillas, reventas de última hora. Comemos enfrente, en un restaurante atiborrado que se llama El Villamelón, tacos de carne asada y volcán de quesadilla. Afuera un heladero con carrito me vende un helado de cítricos con tequila y otro que verdaderamente sabe a vino tinto.

En un grupo de españoles y mexicanos nada aficionados, entre los que el mayor entendido soy yo, me van viniendo a la memoria las fases de la liturgia, el vocabulario exacto y rico del espectáculo taurino. Hay más de media entrada, no hace sol y tampoco frío, por la primera fila del tendido cruzan sin parar vendedores de todo tipo de alimentos y bebidas, también puros, cuyo humo inunda enseguida el ambiente.

En la corrida pasa de todo: el extremeño Alejandro Talavante, que era la gran atracción, decepciona, sólo le arranca unos buenos pases al primer toro. Los otros dos toreros, mexicanos, le pusieron más ganas y tuvieron más suerte en sus lotes. Arturo Saldívar salió a por todas, hizo dos buenas faenas pero se fue de vacío. Y Diego Silveti se encontró un tercer toro muy bravo, al que toreó con precisión académica, pero que lo revolcó dos veces. En una de ellas, con el torero en el suelo, el toro le metió el pitón por la chaquetilla. Descalzo y maltrecho, el torero mexicano salió entre ovaciones a matar al toro, y le cortó una oreja. Hubo momentos de riesgo en las banderillas, caballos derribados en la suerte de picas, y también muchos borrachos lanzando gritos deportivos y políticos, y más gritos desde abajo que los mandaban a todos a la chingada. Un niño a mi lado, comiéndose una nube de algodón, cuando iban a matar al primer toro, le estaba diciendo a su padre: “¿Pero los toros se pueden matar?”.

Acabamos la noche cenando en la colonia Roma, en el restaurante La Docena, donde hay una cava de vinos y un rincón con jamones colgados, y hasta un cortador profesional. Comemos ostras, ostiones y pulpo, y creo que en estas lejanías americanas, tan próximas, no podemos dejar de hablar de España.

No hay comentarios:

Publicar un comentario