lunes, 30 de noviembre de 2015

México DF día 6: pulque, tequila y mezcal, pirámides de Teotihuacán

Si uno no ha tenido la prudencia de reservar con al menos un día de antelación la excursión a las pirámides, siempre hay posibilidad de encontrar taxistas y guías dispuestos a hacer el viaje, en la plaza del Zócalo, en los alrededores de la catedral, incluso aunque no sea muy temprano, por sólo unas decenas de pesos de más. El recorrido es muy asequible desde el centro de la Ciudad de México: Teotihuacán está a apenas media hora, por cómoda autovía, y se puede llegar en coche o en autobús o alquilando un taxi para unas horas.

         La Ciudad de México parece que no tiene fin, pero como todo gigante también tiene sus contornos y límites. La ciudad se va diluyendo hacia el noreste en barriadas de edificios bajos, y finalmente en cerros altos y desérticos plagados de casitas de colores chillones. Son extensiones de chabolas coloridas subiendo por las laderas, conformando un horizonte triste desde el que miran a la llanura miles de huecos de ventanas, iguales unos a otros, como en una ciudad que hace poco hubiera sido bombardeada.

         Después empiezan campos y pueblitos de apariencia pobre, con charcos y pintadas políticas a pie de autopista, con montones de troncos de maíz recién recogidos, formando altos conos como tiendas de indios de las películas. Y antes de llegar a las pirámides, desde un paraje donde ya se divisan a lo lejos, entre los huecos que dejan los bosques, hay una parada para turistas, que sin embargo resulta agradable e instructiva. Restaurantes modestos, tiendas de recuerdos, joyas, alfombras, tehuanas, tallas de madera y la mayor atracción: las bebidas alcohólicas que se extraen del agave.

         Hay muchos tipos de agave, que es una planta de hojas largas como brazos que salen desde el suelo, acabadas en agujas afiladas. El agave pulquero se llama maguey. Entre el bosque de brazos verdes pululan miles de abejas: en el centro de la planta, de donde se ha arrancado el corazón, hay espacio para un panal y para un recipiente natural donde cada día se almacena la savia, el aguamiel que se convertirá en pulque. El hueco se llena del líquido espeso, que se extrae por succión a través de un acocote, una calabaza seca alargada, con un agujero en cada extremo. El pulque fermenta de forma natural, y si es muy reciente, como el que probamos, es muy poco alcohólico, y tiene la textura y el dulzor de un jarabe.

         También probamos el tequila, el mezcal, y una bebida más dulzona que se llama xoconostle, destilados y más alcohólicos, preparados a partir de otras especies de agave. Del agave los nativos aprovechaban no sólo el aguamiel: con las puntas hacían agujas de coser, de las fibras sacaban hilos fuertes y láminas de papel resistente, e incluso las hojas largas y anchas servían para las techumbres de las casas.

         

Teotihuacán es un raro conjunto de pirámides en medio de un llano. Se desconoce casi todo de los pueblos que habitaron este paraje, y que construyeron las pirámides hace casi dos mil años. Cuando los mexicas llegaron aquí, hacía siglos que el lugar estaba abandonado, y lo llamaron Teotihuacán, que en náhuatl viene a ser algo así como “ciudad de los dioses”. A principios del siglo XX, torpes trabajos de investigación utilizaron dinamita para excavar, y las paredes tuvieron que ser reconstruidas. Paseamos junto a los majestuosos conos de piedra, y subimos sin descanso los 238 escalones que llevan a la cúspide de la Pirámide del Sol. Los sacerdotes teotihuacanos subieron en algún momento 260, 52 por cada era de su particular calendario.

Es el edificio más alto de Teotihuacán, con 63 metros, y desde arriba se contempla el complejo entero: los dos kilómetros de avenida empedrada, la Calzada de los Muertos, que lleva hasta la Pirámide de la Luna, la Ciudadela, la Pirámide de la Serpiente Emplumada, los mercaditos de abalorios y telas, las grandes extensiones de bosque, las primeras casas de los pueblos vecinos, la niebla de contaminación que ensucia el aire en el horizonte hasta hacerlo translúcido.

En el Palacio de Quetzalpapálotl recorremos galerías con frescos, con columnas adornadas, con antiguos sistemas de drenaje. La zona arqueológica de Teotihuacán es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, pero es tan poco lo que uno sabe sobre estos quetzales, mariposas, jaguares, caracoles, que otra vez uno se siente maravillado y finalmente abrumado. Teotihuacán es un misterio para todo el mundo, en realidad, otro más de los ejemplos de grandes civilizaciones que construyeron monumentos enormes con los que representar la complejidad de sus vidas y creencias, pero que luego por algún motivo colapsaron, y dejaron la huella misteriosa de su grandiosidad.

A la vuelta, los recorridos turísticos paran en la plaza donde está la Basílica de Guadalupe. Hay una basílica antigua tan inclinada que parece a punto de caerse, con otras iglesias y capillas alrededor. Hay otra basílica moderna, futurista, horrenda, del estilo de las que se construían en los años 70, que parece una nave espacial recién aterrizada. Llega una extraña procesión de gente ruidosa, con instrumentos rudimentarios, portando una imagen de la Virgen muy adornada de flores, y al pasar al templo empiezan a cantar un himno. Una mujer se acerca amablemente y nos manda callar, y nos cuenta con pasión exagerada no sé qué historia de cómo la Virgen curó sus heridas después de que sufriera un tiroteo. Hay muchos fieles arrodillados, gesticulando, incluso llorando. Hay grupos de monjas jóvenes sentadas en los suelos de los pasillos. La extraña procesión atraviesa el templo y se confunde con los que ya esperan el comienzo de la misa.

En los sótanos de la plaza hay aparcamientos y tiendas saturadas de imágenes de la Virgen de Guadalupe, en cuadros, en tela, en cadenas, en tallas gigantes, en miniaturas, hay olor a cera y a cerrado, miles de objetos imposibles amontonados, con la imagen de la Virgen o de algún papa. Cuando salimos a la noche mexicana, al tráfico intenso y a las luces de las avenidas, uno siente sin embargo el alivio de respirar, de haber salido de una intensa pesadilla.

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