lunes, 23 de noviembre de 2015

México DF día 3: niebla en el Zócalo

El Zócalo era para mí una foto antigua de enciclopedia, con la catedral de fondo, de un color muy pardo, y algunos coches circulando junto a los edificios. Era también otra foto antigua de una muchedumbre ocupando el ancho espacio, empequeñecida bajo una poderosa bandera tricolor ondulante. Tomarme una malteada de chocolate en la terraza abierta del cuarto piso de un bar, y mirar hacia abajo y contemplar la catedral y la anchura de la plaza, mientras la luz del cielo se difumina y se encienden las bombillas, me parece un poco mentira. Cómo hemos llegado hasta aquí, por cuántos otros lugares, inaccesibles y casi fantásticos desde la adolescencia, hemos pasado para llegar hasta aquí.

         Esta plaza en la que se asentó el Templo Mayor de la ciudad mexica de Tenochtitlán se llama realmente Plaza de la Constitución, en honor de la de Cádiz de 1812. Y el templo católico más grande del país tiene un nombre de sonido burocrático: Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al salir de la boca de metro lo sorprenden a uno las dimensiones del espacio vacío, la larga fachada señorial del Palacio de Gobierno, la profusión de banderas nacionales. Hay una neblina persistente flotando en el aire, que no es otra cosa que contaminación. Hay decenas de puestos de comidas y libros y recuerdos, muchas voces y ruido de vehículos que pasan sin cesar frente a la catedral.

         A los pies de la catedral se pueden ver restos de las construcciones aztecas. Un hombre con uniforme aparentemente oficial toca incansable un organillo. No faltan los tullidos, las predicadoras insoportables con micrófono, policías de tránsito, e incluso varios soldados con ametralladoras en la misma puerta de la catedral. Adentro hay silencio, un remanso de calma contra el caos de afuera. Nada más entrar uno ve un Cristo negro crucificado, lo cual no deja de ser curioso. Hay muchas capillas, y retablos, y un órgano gigante, pero la principal atracción para los turistas parece ser un péndulo que cae sobre el pasillo central y que no se sabe exactamente qué marca.

         Cuando estamos afuera empiezan a sonar unas bocinas y una voz repita: Alerta sísmica, alerta sísmica. Como no entendemos bien qué pasa, les preguntamos a dos mujeres que cruzan por la calle: “Oh, nomás que hubo un sismo, pero ya pasó”, sonríen y siguen su camino. Frente a la catedral hay una casa de empeños que parece un edificio de oficinas en hora punta. Cuando subimos al piso de arriba unos minutos después, notamos que el suelo tiembla suavemente. El terremoto fue de 5,6 grados, con epicentro en Guerrero, pero parece que la gente de aquí está bastante acostumbrada a los temblores.


         Recorremos las calles del centro, llenas de pequeños negocios de comida o ropa, con iglesias y antiguos palacios que ahora son museos o edificios públicos, y uno tiene tantas veces la impresión de estar caminando por cualquier barrio céntrico de Madrid. Con una diferencia: muchos edificios están torcidos, se están hundiendo de forma demasiado evidente. Cuando salimos del caos de tiendecitas horribles de objetos de fabricación china en la calle Colombia, nos topamos con las excavaciones de la antigua ciudad mexica. En muchas esquinas hay pequeñas placas con citas de obras de escritores mexicanos sobre la ciudad. Ahí mismo encuentro un nombre familiar, en una cita de 1604: “Oh ciudad rica, pueblo sin segundo / más lleno de tesoros y bellezas / que de peces y arena el mar profundo”. Los versos pertenecen a la obra Grandeza mexicana, del religioso Bernardo de Balbuena, autor mexicano pero también español, puesto que nació en Valdepeñas, un lugar de La Mancha del que todavía me acuerdo.

         Después de anochecer paseamos por la avenida Francisco Madero hasta el Palacio de Bellas Artes: tiendas de ropa, restaurantes, iglesias, magos y mimos, gentes paseando hacia todos lados, como en cualquier capital española o italiana. En un restaurante veo escrita en grande una frase simple pero con apariencia de verdad: “Dios perdona los pecados, pero no las pendejadas”.


         Caminamos por la Alameda, por la calle Reforma, que ya es tan familiar como una avenida española. En un restaurante muy mexicano, con calaveritas y música mexicana, que se llama efectivamente El Mexicano, nos damos una buena ración de guacamole, de sopecitos de cochinita pibil, de queso con chistorra. Está acabando noviembre y en la calle no hace frío. Por todo lo demás, ya empieza a ser hasta cargante la sensación de andar dando vueltas por Madrid.

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