sábado, 21 de noviembre de 2015

México DF día 1: hacia la región más transparente

Probablemente el mundo se está volviendo un poco loco y hemos de acostumbrarnos a más controles cuando viajemos. Hasta hace unas semanas, para cruzar a pie de los Estados Unidos a México por la frontera de Tijuana no había más que una puerta giratoria que uno cruzaba sin vigilancia, y una pasarela pobre que era la bienvenida al otro país. Ahora todo cambia, hay unas salas improvisadas con rótulos muy nuevos por las que se extienden las filas de gente que quiere cruzar. Ahora hay controles de pasaportes, y tasas, y tiempos de espera, y preguntas.

         Vuelve a hacer mucho calor en la frontera de las Californias a finales de noviembre. Cruzamos el control terrestre y salimos a una calle polvorienta, a un cartel escrito burdamente a mano: SALIDA / EXIT. De camino al aeropuerto el taxista, un hombre tranquilo de bigote entrecano, nos cuenta que él pasó una vez por el DF, pero enseguida se salió: “Demasiada gente con demasiada prisa”. Fue cuando muchos años después volvió a visitar su tierra, Morelia, allá en el sur. Ahora le quedaba el recuerdo de la familia diciéndole que se quedara, muchos mangos tirados por el suelo, miles de pesos que tendría que volver a ahorrar para volver a verlos.

         A lo largo de la valla fronteriza, coronada de alambres retorcidos, hay cientos de cruces con nombres de los que murieron intentando llegar al otro lado. “Y no están ni la mitad, pues”, dice el taxista. Desde el aeropuerto de Tijuana están construyendo un puente, una pasarela que cruza por arriba la frontera, y que establecerá en pocos meses una conexión directa con la ciudad de San Diego.

         El avión se eleva sobre las barriadas pardas y desordenadas de Tijuana, sobre la discontinua costa pacífica, sobre desiertos arrugados. Hacemos una escala muy breve en Guadalajara, Jalisco. La ciudad está en un gran llano, rodeada de montañas en cuyas laderas brillan pequeños lagos. Por si no es suficientemente significativo el nombre, que me trae un recuerdo tan reciente de Castilla-La Mancha, frente a la puerta por la que desembarcamos me encuentro con un pequeño restaurante que se llama El Quijote. La parada no da para más que para comer allí una torta ahogada y para ver la puesta de sol tras las montañas de Jalisco.

         Y al llegar a Ciudad de México está la impresión de una ciudad inabarcable. Desde la ventanilla del avión se ven interminables cuadrículas luminosas, y uno siente vértigo al pensar en los millones de vidas que están latiendo ahí abajo, respirando la misma prisa en todo lo ancho de lo que Carlos Fuentes llamó “la región más transparente del aire”.

         El taxista hace unas maniobras temerarias e innecesarias, todo el mundo nos advierte de guardarnos de la policía, la noche es fresca y muy agradable, como una noche tranquila de verano. El cambio horario es de tan sólo dos horas, en comparación con los viajes a Europa, esto es una pequeña excursión. Cenamos una rica ensalada de pollo, nachos de queso y frijoles, en un restaurante con una decena de televisiones que están retransmitiendo combates de boxeo desde Las Vegas, Nevada. Algunos comentan la jugada, la mayoría de clientes miran con cara de asombro y un punto de pasión desde sus mesas, en silencio. De repente el boxeador mexicano, un peso superpluma que se llama ‘El Bandido’ Vargas, le arrea dos zurdazos al japonés Miura y lo deja mareado. Después le da bien duro hasta que lo tira al suelo. El japonés intenta rehacerse, avanza a gatas y se vuelve a caer solo. Hay algunas palmas, algún grito ahogado cuando levantan el brazo del vencedor, que tiene el pómulo levantado y una mirada poco recomendable. Y los locutores empiezan a gritar porque está a punto de empezar el verdadero combate del año, entre un puertorriqueño y otro mexicano. Hay en el ambiente una expectación que parece de otro tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario