Cuando se viven tantos meses en verano, en esta casi ininterrumpida primavera cálida del sur de California, uno olvida hasta qué punto puede echar de menos las estaciones. Pasan meses sin que se sienta ningún frío, sin que caiga una gota, días luminosos y despejados, refrescados por la brisa del mar, con el mismo paisaje de mangas cortas y chaquetillas ligeras, con la sola variación de las horas de luz que menguan en otoño. Por eso cuando llega un frente hay algo más que la sensación de novedad: hay como una recuperación melancólica de la conciencia del tiempo, del tiempo verdadero.
Ese tiempo recobrado que vuelve, según el bello soneto de Jorge Luis Borges, cuando “Bruscamente, la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa”. Si bien fue Alberto Cortez quien le puso música, mi propia memoria sentimental me trae el recuerdo de la presencia del padre de Borges, bajo la parra del patio, en la voz ronca y por bulerías de El Cabrero. “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Con toda seguridad, los primeros versos, las primeras palabras de Borges no llegaron a mí por la lectura: fueron los versos de este poema del recuerdo íntimo, que escuchaba una vez y otra, en el vozarrón de El Cabrero que explotaba desde una cinta de casete, desde la parte de atrás de la cabina del tractor que guiaba mi padre. Y por eso me liga a la fértil palabra de Borges un recuerdo personal de tierra parda levantada por el arado, de lluvia otoñal y tranquila: "Quien la oye caer ha recobrado / el tiempo en que la suerte venturosa / le reveló una flor llamada rosa".
Ese tiempo recobrado que vuelve, según el bello soneto de Jorge Luis Borges, cuando “Bruscamente, la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa”. Si bien fue Alberto Cortez quien le puso música, mi propia memoria sentimental me trae el recuerdo de la presencia del padre de Borges, bajo la parra del patio, en la voz ronca y por bulerías de El Cabrero. “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Con toda seguridad, los primeros versos, las primeras palabras de Borges no llegaron a mí por la lectura: fueron los versos de este poema del recuerdo íntimo, que escuchaba una vez y otra, en el vozarrón de El Cabrero que explotaba desde una cinta de casete, desde la parte de atrás de la cabina del tractor que guiaba mi padre. Y por eso me liga a la fértil palabra de Borges un recuerdo personal de tierra parda levantada por el arado, de lluvia otoñal y tranquila: "Quien la oye caer ha recobrado / el tiempo en que la suerte venturosa / le reveló una flor llamada rosa".
Hace dos días
el baño en las aguas del océano Pacífico era tonificante y necesario, después
de unos balonazos y carreras en una playa dorada y ancha, vaciada por Halloween.
Y de repente esta mañana llegó una lenta borrasca, unas nubes gordas y grises
que llegaban del mar y vaciaban tímidamente. Las ventanas abiertas en el aula
traían una brisa fresca, agradable, primaveral. Primero un sonido raro, casi
irreconocible, el latigazo múltiple de la lluvia que descarga. Al instante,
gritos infantiles desesperados y largos: al lado de nuestro instituto hay un
colegio, y probablemente para muchos niños era la primera vez que la lluvia los
sorprendía en descampado.
Fueron lluvias
racheadas e inocentes, de las que no dejan charcos. Al volver hacia el norte,
me sorprende en la carretera un arcoíris muy nítido, un tubo de colores casi
vertical y muy cercano, que yo también observo como una novedad infantil.
Durante la tarde llueven esas rachas rabiosas, pero también un lento y dulce
chispear dorado contra el atardecer de palmeras de la ventana.
Paseo por la
marina de Chula Vista como desconociendo el territorio. En los parques junto al
agua donde siempre hay algarabía y movimiento de andadores y corredores, en
esta noche temprana hay sólo viento y olas. Si no fuera porque apenas llevo una
chaquetilla sobre la manga corta, pensaría que esto es el invierno, tan corta
tiende a ser la memoria que uno se olvida de la verdadera sensación del frío.
No hay familias pescando en el espigón, ni bullicio en los merenderos bajo los
grandes árboles. Me cruzo con una garza enorme, afilada y gris bajo los focos,
probablemente más grande que yo, con los alambres de sus patas hundidos en el
agua de la bahía. Echa a volar despavorida cuando me quedo quieto. Hay algunas
sombras solitarias y oscuras mirando las aguas intranquilas, entre las rocas o
en la playa. Hacia el sur, las luces palpitantes de Tijuana, con alguna sombra
de nubes. Hacia el norte, el amarillo y el rojo y el verde de los edificios del
Downtown de San Diego, sobre los que cruza el arco también iluminado del puente
que lleva a Coronado.
En la isla de
Coronado hay luces, pero desaparecen a la izquierda, dejando el hueco oscuro del océano. Hay una larga y estrecha franja
de arena, la Silver Strand, que une Coronado por el sur con Imperial Beach, muchos
kilómetros más allá. En ese tramo de oscuridad, que uno intuye como el océano
abierto, ocurre de noche un fenómeno singular: cruzan ligeras las luces de los
coches, en ambos sentidos, como si circularan en una loca carrera horizontal sobre
las aguas negras.
Me sobrevuela el graznido de un cuervo, entre las ramas altas que se agitan y zarandean con el viento fresco, y con la humedad del mar llegan también gotas sueltas contra la cara: por un momento el recuerdo vivo de otras estaciones me hace pensar que no estoy aquí, sino en una playa inglesa. Volviendo a casa, en la curva negra de la carretera tengo que frenar porque me viene de frente un barco. Cruza majestuoso y alto, remolcado por un camión que lo lleva al astillero de la bahía, y que va rompiendo la negrura con unos focos muy brillantes. En las noticias dicen que hay algunas inundaciones en la ciudad de San Diego, tan poco preparada para las lluvias. También que en Mammoth Lakes, en el norte, está cayendo mucha nieve, por primera vez en la larga temporada de sequía que ya dura varios años, y abrirán en dos días la estación de esquí.
Pero en el fondo este tiempo es un espejismo. En dos o tres días volverá el ambiente primaveral, volverá a picar el sol a mediodía y volveremos a la playa de otoño. Es sólo que al venir a saludar una estación distinta, y al hacerse de noche tan pronto, como en un otoño de verdad, a uno le vienen rachas de recuerdos como traídas por el viento y las nubes húmedas. El confort del presente nos hace olvidar hasta nuestros hábitos más inseparables. Nos hace creer que los olvidamos, pero nada se olvida.
Ayer pasé por la biblioteca porque tenía la urgencia de volver a leer “Funes el memorioso”, de Borges. Recordaba tan nítidamente la conversación del narrador con Ireneo Funes, de la misma forma que creía haber olvidado que el primer recuerdo del narrador es antes de una tormenta de verano en Fray Bentos, Uruguay. A veces sólo necesitamos una chispa casual, como una conversación de domingo con un científico sobre los mecanismos que rigen el cerebro, que nos lleva de nuevo a Borges, o la llegada de un raro frente borrascoso, que nos trae de nuevo las estaciones del pasado y de otro continente. Porque en el fondo nada se olvida.
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