miércoles, 11 de noviembre de 2015

Un día en México: langosta al otro lado de la frontera

Las fronteras son líneas arbitrarias que otros han trazado para ordenar el territorio, para ajustar la jurisdicción hasta donde deben llegar las leyes. Pero son también, inevitablemente, límites permeables. Las personas tienen la cualidad universal de moverse, de querer moverse, y con ellas arrastran mercancías y cachivaches, idiomas e ilusiones, vidas enteras.

         La frontera más transitada del mundo está en este rincón de la costa del Pacífico. Hay más de 40 millones de desplazamientos anuales entre las ciudades de Tijuana y San Diego. Miles de personas cruzan a diario, en vehículo y a pie, el puerto de San Ysidro, las garitas que separan México de los Estados Unidos. La mayoría son mexicanos que viven en su país y trabajan al otro lado de la línea, pero también son camiones de mercancías, estudiantes de ida y vuelta, turistas y curiosos, personas que hacen vida a los dos lados.

         Cada mañana, yendo al sur, me cruzo con los miles de coches que forman retenciones en la autovía que sube de México. Y cada tarde, a eso de las seis, la marea de tráfico va hacia abajo, lenta y constante, con la misma persistencia que el reflujo del mar. En la radio informan del tiempo de espera en cada paso fronterizo, en cada línea. Para pasar a México no hay más control que la vigilancia de lejos de unos guardias y de soldados con trajes de color terroso y metralletas en ristre. Los embotellamientos se forman a la vuelta, donde los guardias de las garitas americanas piden escrupulosamente la documentación a cada persona que quiere cruzar.

         Veo México todos los días, pues la ciudad de Tijuana se extiende a lo largo de unas colinas hasta la propia frontera. Pero cruzar da cada vez más pereza, cuando uno piensa en las retenciones que lo esperarán a la vuelta, si no llega a la línea en el momento adecuado.

Hoy fue fiesta en los Estados Unidos, Veteran’s Day. A pesar de caer en miércoles, esta fiesta federal no se mueve de día: los asuntos militares en este país se toman muy en serio. En el Downtown de San Diego, a lo largo de la avenida que recorre el Embarcadero, se celebró temprano un desfile, con militares veteranos de todas las guerras en las que ha participado Estados Unidos en las últimas décadas, desde Corea y Vietnam a Irak y Afganistán. Con familiares dando ánimos, con muchas banderas, con vehículos militares, con mutilados, con músicas, con mucho orgullo, como se hace en este país todo lo que tiene que ver con su identidad.

Pero nosotros, que aún no sentimos tan vivamente el ardor patrio, aprovechamos el día de asueto para cruzar otra vez la frontera. A una hora al sur de San Diego, pasando Tijuana y Rosarito, antes de llegar a Ensenada, hay un pueblo pequeño a la orilla del Pacífico donde sirven buena langosta. Se llama Puerto Nuevo. Se llega dejándose llevar hacia el sur por la carretera de la costa, sin perder nunca de vista el océano, después de haber atravesado el caos de tráfico de las calles de Tijuana. A un lado van quedando anchas playas con palmeras, aglomeraciones urbanas desordenadas, crecidas a la manera de poblados chabolistas, residenciales tranquilos y de apariencia envejecida, algunos extemporáneos edificios muy altos, más modernos y más horrorosos. Al otro lado, secos cerros que recuerdan el paisaje marroquí, con algunos cactus y palmeras y de golpe casas que crecen sin orden ni concierto por las laderas, sin sentido de la estética, con vistas al ancho mar.

         Pasado Rosarito están los Fox Baja Studios, a lo largo de la línea de playa. Se ven barcos y otros decorados al aire libre, en el mismo espacio en el que se rodaron películas tan famosas como Titanic, Deep Blue Sea, Master and Commander o escenas de Pearl Harbor. En las colinas secas, junto a casas de lujoso cristal o de pobre chapa, aparece un enorme Cristo Redentor. Y después empiezan a sucederse los cartelones que anuncian conciertos y eventos privados en las bodegas del Valle de Guadalupe, algunos kilómetros hacia el interior. Hace unos meses eran Plácido Domingo o Mark Anthony los que ofrecerían conciertos en las pequeñas bodegas mexicanas, hoy están anunciados en enormes rótulos y fotografías Pablo Alborán, Gloria Geynor o Mocedades.

         En Puerto Nuevo se aprecian a las claras los contradictorios ritmos económicos de la Baja California, y seguramente de buena parte de México. Un pueblo frente al océano Pacífico, con acantilados y bellas playas de piedras redondas y limpia arena. Restaurantes amplios y cómodos, limpios, con vistas a la extensión del atardecer marino, conviviendo con construcciones de madera y hojalata, puestos de baratijas con letreros hechos a mano. Un bonito arco recibe al viajero desde la carretera, pero al final de la calle Rentería se llega al Paseo del Mar, que es efectivamente una calle paralela a la playa, pero por alguna razón sin asfaltar, con chinas y charcos frente a las tiendas de recuerdos y de dulces típicos.

         Ortega’s tiene un gran salón interior, con cuadros y esculturas en madera de revolucionarios mexicanos, completamente vacío. Tiene muchas terrazas en varios niveles, frente al mar, protegidas de la brisa fresca por altos ventanales. Degustamos unas langostas del Pacífico, con limón y aceite de manteca, frente al propio océano. Y también una sopa de tortillas, en realidad una deliciosa sopa de marisco. Y un ceviche de camarones que viene presentado sobre una piña tumbada, con su tomate y pepino y aguacate. Y también una margarita granizada: en el deleite gastronómico de la langosta, con el calorcito del sol a través de los cristales, el trago de tequila y limón resulta absolutamente confortante.

         Entre los comensales del restaurante hay un entrañable cumpleaños infantil al que unos músicos locales han venido a cantar Las mañanitas. Otros músicos, algunos solitarios con violín y otros en grupo de mariachis, buscan su oportunidad entre las mesas de jubilados americanos que dan cuenta de sus enormes langostas. De vuelta el mar refulge a cada curva de la carretera. Hay una distante familiaridad, no exenta de ternura, con el discurrir de las señales de tráfico: “Respete los señalamientos”, “No maneje cansado”, “Aquí principia tramo en reparación”.


         En la línea, en el puesto fronterizo de San Ysidro, empleamos más de hora y media, y se nos hace de noche. No es demasiado, de todas formas, en una tarde en que mucha gente vuelve al norte después de un día de vacación. Entre los coches se cruzan niños y adultos que venden de casi todo: jugos, frutos secos, peluches, juegos de vasos para tequila, mantas gordas, helados naturales, periódicos sensacionalistas, figuras de Cristo de más de un metro. Compramos tejuino, un jugo refrescante de masa de maíz y caña de azúcar, con limón y sal. El policía de la garita recoge los pasaportes y pregunta cuál fue el propósito de cruzar la frontera. Ojalá en tantas otras fronteras se pudiera obtener paso franco con una respuesta tan simple y sana como la mía: Fuimos a comer langosta.

3 comentarios:

  1. Con la sonrisa de un marinero que vuelve a casa después de un largo viaje, leo tus líneas empapadas de historia y entusiasmo. Resulta curioso y llamativo todo lo que escribes. Debe ser realmente interesante esa frontera de la que tanto hablas, quisiera poder experimentarlo. ¿Son acaso las fronteras necesarias? Me gustaría poder discutirlo contigo con un buen vino y unas morcillas de la tierra.
    Un abrazo desde la distancia.

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    1. Muchas gracias por tus palabras. Y muy oportuna la pregunta que dejas en el aire. Si es con un buen vino y morcillas de la tierra, la discusión habrá merecido la pena aunque no lleguemos a una conclusión clara.
      Un abrazo.

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