Las fronteras son líneas arbitrarias que otros han trazado
para ordenar el territorio, para ajustar la jurisdicción hasta donde deben
llegar las leyes. Pero son también, inevitablemente, límites permeables. Las personas
tienen la cualidad universal de moverse, de querer moverse, y con ellas
arrastran mercancías y cachivaches, idiomas e ilusiones, vidas enteras.
La frontera
más transitada del mundo está en este rincón de la costa del Pacífico. Hay más
de 40 millones de desplazamientos anuales entre las ciudades de Tijuana y San
Diego. Miles de personas cruzan a diario, en vehículo y a pie, el puerto de San
Ysidro, las garitas que separan México de los Estados Unidos. La mayoría son
mexicanos que viven en su país y trabajan al otro lado de la línea, pero
también son camiones de mercancías, estudiantes de ida y vuelta, turistas y
curiosos, personas que hacen vida a los dos lados.
Cada mañana,
yendo al sur, me cruzo con los miles de coches que forman retenciones en la
autovía que sube de México. Y cada tarde, a eso de las seis, la marea de
tráfico va hacia abajo, lenta y constante, con la misma persistencia que el
reflujo del mar. En la radio informan del tiempo de espera en cada paso
fronterizo, en cada línea. Para pasar a México no hay más control que la
vigilancia de lejos de unos guardias y de soldados con trajes de color terroso
y metralletas en ristre. Los embotellamientos se forman a la vuelta, donde los
guardias de las garitas americanas piden escrupulosamente la documentación a
cada persona que quiere cruzar.
Veo México
todos los días, pues la ciudad de Tijuana se extiende a lo largo de unas colinas
hasta la propia frontera. Pero cruzar da cada vez más pereza, cuando uno piensa
en las retenciones que lo esperarán a la vuelta, si no llega a la línea en el
momento adecuado.
Hoy fue fiesta en los Estados
Unidos, Veteran’s Day. A pesar de caer en miércoles, esta fiesta federal no se
mueve de día: los asuntos militares en este país se toman muy en serio. En el
Downtown de San Diego, a lo largo de la avenida que recorre el Embarcadero, se
celebró temprano un desfile, con militares veteranos de todas las guerras en
las que ha participado Estados Unidos en las últimas décadas, desde Corea y
Vietnam a Irak y Afganistán. Con familiares dando ánimos, con muchas banderas,
con vehículos militares, con mutilados, con músicas, con mucho orgullo, como se
hace en este país todo lo que tiene que ver con su identidad.
Pero nosotros, que aún no
sentimos tan vivamente el ardor patrio, aprovechamos el día de asueto para
cruzar otra vez la frontera. A una hora al sur de San Diego, pasando Tijuana y
Rosarito, antes de llegar a Ensenada, hay un pueblo pequeño a la orilla del
Pacífico donde sirven buena langosta. Se llama Puerto Nuevo. Se llega dejándose
llevar hacia el sur por la carretera de la costa, sin perder nunca de vista el
océano, después de haber atravesado el caos de tráfico de las calles de
Tijuana. A un lado van quedando anchas playas con palmeras, aglomeraciones urbanas
desordenadas, crecidas a la manera de poblados chabolistas, residenciales
tranquilos y de apariencia envejecida, algunos extemporáneos edificios muy
altos, más modernos y más horrorosos. Al otro lado, secos cerros que recuerdan
el paisaje marroquí, con algunos cactus y palmeras y de golpe casas que crecen
sin orden ni concierto por las laderas, sin sentido de la estética, con vistas
al ancho mar.
Pasado
Rosarito están los Fox Baja Studios, a lo largo de la línea de playa. Se ven
barcos y otros decorados al aire libre, en el mismo espacio en el que se
rodaron películas tan famosas como Titanic,
Deep Blue Sea, Master and Commander o escenas de Pearl Harbor. En las colinas secas, junto a casas de lujoso cristal
o de pobre chapa, aparece un enorme Cristo Redentor. Y después empiezan a
sucederse los cartelones que anuncian conciertos y eventos privados en las
bodegas del Valle de Guadalupe, algunos kilómetros hacia el interior. Hace unos
meses eran Plácido Domingo o Mark Anthony los que ofrecerían conciertos en las
pequeñas bodegas mexicanas, hoy están anunciados en enormes rótulos y
fotografías Pablo Alborán, Gloria Geynor o Mocedades.
En Puerto
Nuevo se aprecian a las claras los contradictorios ritmos económicos de la Baja
California, y seguramente de buena parte de México. Un pueblo frente al océano
Pacífico, con acantilados y bellas playas de piedras redondas y limpia arena.
Restaurantes amplios y cómodos, limpios, con vistas a la extensión del
atardecer marino, conviviendo con construcciones de madera y hojalata, puestos
de baratijas con letreros hechos a mano. Un bonito arco recibe al viajero desde
la carretera, pero al final de la calle Rentería se llega al Paseo del Mar, que
es efectivamente una calle paralela a la playa, pero por alguna razón sin
asfaltar, con chinas y charcos frente a las tiendas de recuerdos y de dulces
típicos.
Ortega’s tiene
un gran salón interior, con cuadros y esculturas en madera de revolucionarios
mexicanos, completamente vacío. Tiene muchas terrazas en varios niveles, frente
al mar, protegidas de la brisa fresca por altos ventanales. Degustamos unas langostas
del Pacífico, con limón y aceite de manteca, frente al propio océano. Y también una sopa de tortillas, en realidad una deliciosa sopa de marisco. Y un
ceviche de camarones que viene presentado sobre una piña tumbada, con su tomate
y pepino y aguacate. Y también una margarita granizada: en el deleite
gastronómico de la langosta, con el calorcito del sol a través de los cristales,
el trago de tequila y limón resulta absolutamente confortante.
Entre los
comensales del restaurante hay un entrañable cumpleaños infantil al que unos
músicos locales han venido a cantar Las
mañanitas. Otros músicos, algunos solitarios con violín y otros en grupo de
mariachis, buscan su oportunidad entre las mesas de jubilados americanos que
dan cuenta de sus enormes langostas. De vuelta el mar refulge a cada curva de
la carretera. Hay una distante familiaridad, no exenta de ternura, con el
discurrir de las señales de tráfico: “Respete los señalamientos”, “No maneje
cansado”, “Aquí principia tramo en reparación”.
En la línea,
en el puesto fronterizo de San Ysidro, empleamos más de hora y media, y se nos
hace de noche. No es demasiado, de todas formas, en una tarde en que mucha
gente vuelve al norte después de un día de vacación. Entre los coches se cruzan
niños y adultos que venden de casi todo: jugos, frutos secos, peluches, juegos
de vasos para tequila, mantas gordas, helados naturales, periódicos
sensacionalistas, figuras de Cristo de más de un metro. Compramos tejuino, un
jugo refrescante de masa de maíz y caña de azúcar, con limón y sal. El policía de
la garita recoge los pasaportes y pregunta cuál fue el propósito de cruzar la
frontera. Ojalá en tantas otras fronteras se pudiera obtener paso franco con
una respuesta tan simple y sana como la mía: Fuimos a comer langosta.
df
ResponderEliminarCon la sonrisa de un marinero que vuelve a casa después de un largo viaje, leo tus líneas empapadas de historia y entusiasmo. Resulta curioso y llamativo todo lo que escribes. Debe ser realmente interesante esa frontera de la que tanto hablas, quisiera poder experimentarlo. ¿Son acaso las fronteras necesarias? Me gustaría poder discutirlo contigo con un buen vino y unas morcillas de la tierra.
ResponderEliminarUn abrazo desde la distancia.
Muchas gracias por tus palabras. Y muy oportuna la pregunta que dejas en el aire. Si es con un buen vino y morcillas de la tierra, la discusión habrá merecido la pena aunque no lleguemos a una conclusión clara.
EliminarUn abrazo.