jueves, 26 de noviembre de 2015

México DF día 5: Universidad Nacional Autónoma de México, paseo por Coyoacán

Después de un desayuno consistente y muy mexicano en una cafetería belga ponemos de nuevo rumbo al sur por Insurgentes. Más allá de Coyoacán está la CU, la ciudad universitaria, la sede de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), que es la universidad más grande de toda América Latina. La UNAM abarca 7 km², casi mil edificios, más de cien bibliotecas, un museo de arte contemporáneo, jardines y bosques, esculturas gigantes al aire libre, una sala de conciertos, teatros, un estadio olímpico. Hay dos paradas de metrobús en el eje de la avenida Insurgentes que atraviesa el campus de norte a sur, y multitud de líneas de autobuses internos que recorren las carreteras entre bosques y facultades. En 2007 el campus central fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y en 2011 la UNAM recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

         En cierto modo se parece a algunas universidades estadounidenses, en sus dimensiones y grandeza. Pero mientras en aquellas casi todo es sofisticación, exhibición arquitectónica, precisión en las formas, profusión de flores y plantas, aquí todo parece tener un aire envejecido. Los prados arbolados, donde dormitan decenas de estudiantes, tienen una hierba amarilla y polvorienta. Los pinos son de un verde apagado, el concreto de los edificios está deslucido. La diáfana libertad de los campus norteamericanos se enfrenta aquí a otra realidad: las facultades están rodeadas, además de por carriles separados para bicicletas y peatones, por vallas metálicas coronadas por anchos alambres de concertina.

         Hay mercaditos entre las facultades, anuncios de paquetes turísticos a todas las regiones de México, carteles con denuncias sindicales, librerías improvisadas en el suelo. En una biblioteca hay una pequeña exposición y carteles en los que se explica que durante estos días la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) está celebrando en este campus su XV Congreso, y que un poco más al sur, a estas horas, están presentando en el Colegio de México una edición conmemorativa de Don Quijote de la Mancha. Caminamos hacia el campus central bebiendo un jugo de maracuyá con naranja, entre los ríos de estudiantes que van y vienen, y después un autobús interno nos deja entre la biblioteca y el estadio, en el corazón del campus. La Biblioteca Central es una gran caja rectangular cuyos cuatro muros son murales coloridos que representan la cultura mexicana: mosaicos en piedra y vidrio del dios Tláloc y Huitzilopochtli, pero también del tiempo de la colonia y alegorías del progreso del pueblo mexicano.

         Al otro lado de la carretera está el Estadio Olímpico Universitario, una magna obra de los años 50 donde, entre otras cosas, se celebraron los Juegos Olímpicos de 1968, o algunos partidos del Mundial de Fútbol de 1986. En la puerta principal hay un altorrelieve en piedra de Diego Rivera: un águila sobre un nopal, un cóndor, la serpiente emplumada de Quetzalcóatl. En este estadio, en octubre de 1968, los atletas estadounidenses Tommie Smith y John Carlos hicieron el saludo del Black Power al recibir sus medallas de oro y bronce por la carrera de los 200 metros lisos. Cuando sonó el himno de su país agacharon la cabeza y alzaron los puños envueltos en guantes negros. Tanto ellos dos como el australiano Peter Norman fueron castigados por su gesto, vilipendiados y ninguneados durante décadas, pero su imagen de resistencia y orgullo hoy sigue viva, está en la historia del deporte y de la reivindicación de los derechos civiles.


         Desde la puerta del estadio salen camioncitos que llevan al centro de Coyoacán. La plaza parece otra de día, sin lluvia: una iglesia de pueblo, que por dentro es más grande de lo que aparenta, con una torre blanca, un bonito claustro con palmeras y naranjos y rosas y macetas con geranios adornando los arcos. Turistas y niños y perros paseando por las piedras de la plaza, viejitos y lectores en los bancos, un racimo de mendigos arrastrados entre las escaleras de la iglesia. En la plaza de los coyotes, que está enfrente y tiene una hermosa arboleda y muchos bares y restaurantes, comemos unos tacos de marlín, guacamole y una cerveza negra. En medio está la fuente de los coyotes, que son los que le dan nombre al pueblo. El sol se va de pronto y empieza a chispear otra vez.

         Caminamos por la calle Francisco Sosa, en el barrio de Santa Catarina, frente a fachadas rojas y azules, entre árboles altos que llegan a juntar sus copas formando un largo arco verde. Las raíces levantan las piedras de las aceras, por las que en algunos tramos hay que avanzar a saltos. Hay portones antiguos con arcos y dinteles de piedra, con escudos de la colonia. De algunos cuelgan coloridas piñatas, y también el adorno típico de papel picado de una fachada a otra. Hay caserones color crema, ocre, beige. Llegamos a una plazoleta arbolada y coqueta, con una pequeña iglesia amarilla.

         Paralela a la calle Francisco Sosa hay una callecita trasera, el callejón del Aguacate, fuente de historias fantásticas y de crímenes legendarios. Más adelante, en una esquina roja frente a un parque, está la casona donde vivió Octavio Paz. Es un edificio con amplios patios coloniales, amarillos y rojos, donde hoy está instalada la Fonoteca Nacional. Frente al edificio, bajo unas frondosas enredaderas, cuatro policías están comiéndose unos tacos, de pie, con las gorras puestas.

         Callejeamos entre casas anaranjadas y violetas, coronadas de hiedras y buganvillas y cables desordenados. Salimos de Coyoacán por el Vivero, que es un parque agradable y limpio por donde corren deportistas y pasean familias, y efectivamente un vivero de 39 hectáreas, por donde fluye un río sucio, en el que crecen numerosas especies de árboles que después sirven para reforestar la enorme urbe de Ciudad de México.

         Al atardecer el metro va atestado de gente, que entra y no para de entrar y apretujarse. Los vagones son viejos, hace calor, y el tren se detiene durante un tiempo interminable, con las puertas abiertas, para que suba más gente, más sudor y más respiración. Cuando salimos del infierno subterráneo se empieza a materializar el mismo ambiente en los autobuses. Avanzamos varias paradas y escapamos a tiempo, para ver desde las aceras, ya de noche, a los viajeros chocando sus caras y sus manos contra los cristales, en los largos autobuses rojos que suben y bajan por la inagotable avenida Insurgentes.

2 comentarios:

  1. Aquí te dejo la historia de Peter Norman, una experiencia personal que quedó eclipsada por el símbolo del "Black Power" en México 68: http://deportes.elpais.com/deportes/2012/08/22/actualidad/1345629251_301448.html

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    1. Ahí lo he mencionado. Tres valientes en tiempos muy revueltos. ¡Gracias!

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