lunes, 10 de julio de 2017

En el Camino: 1ª etapa: Faro-Loulé

Después de unos días recorriendo el Algarve, con mejor compañía y mejor trato del que pueda merecer, tengo que empezar mi Camino. Atrás queda Lagos, la ciudad desde donde Enrique el Navegante dirigió las exploraciones africanas, y donde los portugueses montaron el primer mercado de esclavos europeo. Lagos es una interminable sucesión de acantilados, arcos, grutas por las que entran los barquitos y los kayaks. Hay calas recónditas que se conectan por pequeños arcos, por pasadizos, por la arena cuando la marea baja, y uno tiene la sensación de estar superando pantallas de un videojuego al tiempo que avanza hacia la ciudad. En el restaurante O Escondidinho, que efectivamente lo está, entre cuestas y callejones, comemos sardinas y jureles a la brasa a discreción (sardinhas e carapaus à brás). El pescado fresco pasado a la brasa, con vino verde, brisa del mar y fados de Carminho de fondo, es una combinación muy cercana a la felicidad.

Portimão tiene los mismos pasadizos para ir de playa en playa, y las rocas calizas verticales, desgajadas del acantilado, entran en el mar, como en un paisaje vietnamita. Albufeira es la locura veraniega, anchas playas y una ciudad en alto con calles invadidas por guiris y música ruidosa. En Olhos de Água, bajando acantilados de arenas compactas (en portugués tienen una palabra para eso: falésia), y llegando a playas de rocas musgosas, veo efectivamente, con la marea baja, estos ojos entre las rocas y la arena por los que surge el agua dulce que viene del interior, y que hacen borbotear la arena como lava de un volcán. Vilamoura es el lujo, un puerto deportivo recogido, bares irlandeses con música en directo y locales regentados por futbolistas por donde pasean las familias. En el interior, tras Boliqueime y Paderne, en las alturas de Alte, frente a un paisaje de higueras, olivos y algarrobos, los domingueros disfrutan de las piscinas donde se recoge el agua del manantial, y nosotros de nuestro último homenaje de sepia a la brasa y calamares, con el que empiezo a despedirme.

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De Faro no salen muchos peregrinos, o casi ninguno. La promoción de la ruta a Santiago, el Caminho Central do Sul, es tan reciente, que ni hay ambiente de peregrinación ni información bastante. La Sé Catedral estaba cerrada, en la oficina de turismo, que encontré abierta por dos minutos, me dijeron que me esperara a otro día, y sólo cuando preguntamos si había misas de tarde en la Igreja de São Francisco se acordaron de que sí, de que para las misas sí abren. En la Igreja de São Francisco, que es lujosa de oros y azulejos y está frente a la vía del tren y el océano, me dieron la credencial. Frente a la catedral, en una esquina empedrada, está la primera baldosa con la flecha amarilla y la concha. Eché a andar y no volví a ver la flecha hasta una hora después, ya lejos de Faro, y sólo fue para despistarme y hacerme perder el camino, pues me llevó por carreteritas de quintas más o menos arregladas a los lados, todas llenas de perros furiosos. Gracias al GPS continué camino, cogiendo la carretera comarcal que sube hasta Santa Bárbara de Nexe. Dos horas y alguna cuesta después, a mis espaldas estaba otra vez el mar.

Santa Bárbara de Nexe es un pueblecito blanco, rodeado de quintas arboladas, con una iglesia pequeña y blanca en lo más alto. Como no volví a tener ayuda de flechas amarillas, descarté la carretera que iba para Loulé y tomé una trocha que se abría entre las quintas, a mano derecha. Más perros ladrando, más olivos, más algarrobos. Donde acaban las quintas y empieza la sierra volví otra vez la cabeza: estaba atardeciendo, tras los bosques y los tejados de las quintas la ciudad de Faro se extendía iluminada frente al mar, y sobre el mar y una montaña apareció una luna enorme, plena y de color naranja. Después vino mi Roncesvalles, un final de etapa en bajada pedregosa, entre bosques a media luz que vienen a dar a Loulé. De noche, la iglesia estaba cerrada, y había un largo silencio en las terrazas de la avenida central. Sobre las calles morunas del centro, estrechas y empedradas, se agitaban sábanas anchas que hacían de toldos, con la violencia terca y fría del viento que llegaba del mar.

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20 kilómetros. Primera parte llana, larga subida hasta la cima de la sierra y descenso duro hasta Loulé. Las flechas amarillas raramente aparecen. Por suerte, el GPS guía.

1 comentario:

  1. Genial, Blas, en la mejor tradición de los escritores de viajes... si hasta me parecía estar degustando el pescado fresco a la brasa y el ácido sabor del vinho verde y sintiendo la brisa marina... ya iré siguiendo tus jornadas por menos mal que nos queda Portugal

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