Coímbra. Universidad. Seis de la tarde. Una anchísima plaza rectangular, mitad sombra, mitad sol. Tres de los lados son edificios góticos de piedra que pertenecen a la Universidade de Coimbra, la más antigua de Portugal. El otro lado es un espacio abierto hacia la parte baja de la ciudad, hacia la anchura verde del río Mondego, hacia los bosques altos de su margen izquierda. Hay una fila silenciosa de turistas esperando para pasar a ver la Biblioteca Joanina. Del otro lado salen por una portezuela los que acaban de subir a lo alto de la torre. Muchos más, parejas jóvenes con hijos pequeños, sobre todo, y españoles la mayoría, cruzan la plaza atravesando el arco que da acceso a la Universidad desde la ciudad, y el que sigue hacia las facultades más modernas. El calor del sol es aún pegadizo, y la sombra siempre fresca con la brisa del río. Estoy asomado a la barandilla que mira al río y a mi lado un señor muy mayor y canoso, en tirantes, se enciende un porro. Su mujer ríe de golpe, lo abraza y dice unas palabras tiernas en español. Con el olor y la luz dulces de la media tarde, entro a averiguar qué tiene por dentro la Facultad de Derecho.
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La mañana estaba muy fresca al salir de Rabaçal. Algo de neblina y cielo encapotado sobre las viñas. Sólo 25 kilómetros por delante, que hago casi sin parar, casi sin esfuerzo. Subo cuestas por carreteras secundarias, atravieso pueblecitos con calles estrechas, buganvillas que adornan las terrazas y muchos perros que me ladran al pasar. Voy comiendo melocotones y manzanas que encuentro en los árboles. Y el paisaje empieza a tornarse gris, ruidoso, urbano. Cada vez más carreteras cruzan los campos, los pueblos que ya no están separados unos de otros, ni lo están de las naves de los polígonos industriales. Tomo café y una nata en una cafetería limpia de un polígono, entre hombres y mujeres de las fábricas. Subo una larga cuesta por carreterines que son todavía pueblo, con casas mezcladas con huertas, con macetas en las puertas. Y cuando la cuesta empieza a descender, llego por casualidad, porque he vuelto a desviarme de la ruta de las flechas amarillas, al Miradouro del Vale do Inferno, desde el que se ve entera la ciudad de Coímbra, blanca y ocre, verde de bosques y parques, extendida en el valle.
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Entre calles empinadas e incómodas aparece la sé velha, la catedral vieja, edificio de piedra románico adonde también cobran entrada por pasar. Desde lo alto de las escaleras veo una placa curiosa y reconozco una cara en el azulejo. Me acerco y observo los dos azulejos: en el de arriba el retrato, en el de abajo el texto: Nesta casa viveu o trovador da liberdade José Afonso (O Zeca). Em cada esquina um amigo / Em cada rosto igualdade. / O povo é quem mais ordena / Dentro de ti, ó cidade. Es una casa blanca de tres pisos con ventanas manuelinas, con marcos de piedra y rejas negras. La fachada tiene la pintura levantada y hay grafitis encima; uno no puede leerse, el otro dice: 25 de abril sempre!
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El rey don Diniz fue el que firmó la carta que fundaba la Universidade de Coimbra en 1290. El documento está reproducido en grande en muchos lugares. Incluso la Universidad absorbió siglos después el Palacio Real y algunas dependencias religiosas de los reyes. Hay patios con palmeras y hiedras junto a arcadas góticas, y corredores y balcones desde los que se ve la ciudad entera, el curso del río, los bosques lejanos. No sé cómo, he entrado sin aviso en una parte de museo: me asomo desde un balcón interior a una nave noble con retratos de reyes, arañas encendidas, terciopelos y azulejos en las paredes, y hacia el otro lado surge una balconada larga abierta al viento de la tarde, desde la que se observa el movimiento de la gente por las calles, las fachadas blancas, los tejados ocres, el río despidiendo un destello ya dorado. El viento es persistente pero no es frío ni caliente.
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Uno no se cansa de mirar la ciudad. La mejor vista está al otro lado del río, como siempre, en la margen izquierda. Subiendo hacia el convento de Santa Clara-a-Nova hay una antigua iglesia barroca que ahora es auditorio y centro de convenciones y aparcamiento y no sé cuántas cosas más. Tiene una explanada adonde suben los deportistas de la ciudad y donde acaban los turistas españoles despistados. También un equipo entero de kárate que ha debido de venir a competir estos días. Con el viento templado me siento a leer enfrente de Coímbra el principio del Camino de Santiago de Paulo Coelho. No es gran literatura, pero reconozco tan bien los lugares que menciona, y suenan en mi cabeza tan dulces las palabras portuguesas, que no quiero que acabe la tarde.
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La noche anterior apenas pude dormir. Una de las japonesas roncaba como un borracho de sábado. Pero lo de esta noche no tiene nombre: un hombre al que he preferido no verle la cara para no odiarlo ha pasado varias horas berreando como un verraco en trance de muerte. Esto es también la vida de albergue: gente que ronca, y que ronca mucho más cuanto más cansada está. Menos mal que a las tres y pico de la mañana se ha levantado, ha empaquetado su mochila y se ha marchado en buena hora. El resto de la noche, los mosquitos han sido los que nos han mantenido en vilo. Cada vez que abría los ojos, me asustaba una gran cruz enfrente de mí, sobre la ventana abierta a los tejados de la ciudad de Coímbra. En estas noches infaustas uno espera las primeras luces para salir a andar y olvidarse de la ciudad y del albergue y de los peregrinos y sólo ver paisaje y paz y camino.
Qué buena esta entrada de tu diario sobre Coimbra!!
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