martes, 11 de julio de 2017

En el Camino: 2ª etapa: Loulé-Salir

Lo que anoche eran telas bastas batidas por el viento como velas de barco, hoy son suaves sábanas que colorean las calles. Haciendo de toldos en las calles del centro, las sábanas listadas y las sábanas lisas, amarillas, rojas, azules, alegran la ciudad de Loulé. Hay un turismo tranquilo, muchos británicos y franceses, que comen en terrazas o pasean en medio de un silencio de verano antiguo. El principal monumento de Loulé es el Mercado, un edificio de principios del siglo XX cuyas largas fachadas señoriales, con arcadas color crema, se suman a la alegría colorida de las calles. Por dentro, la alegría son pescados y frutas y más arcadas por las que se entra a tiendas de productos locales, en una organización difícil de superar. La iglesia es, como todas las que he visto, un pequeño edificio blanco con una pequeña torre blanca y puertas siempre cerradas. Desde el jardín de enfrente, que ocupa un antiguo cementerio, y desde algunas terrazas de la ciudad, se ve el océano. 



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Adonde primero voy por la noche es a la iglesia, que está cerrada. Una señora me indica cuál es la casa del sacerdote, que está al lado. Llamamos sin resultado, tendrá el hombre buen dormir o estaría en otras ocupaciones. Tampoco abre al día siguiente, cuando otro señor que recogía a sus hijas de la oficina de los escutes (¿scouts en español?) me lleva de nuevo a la puerta. Le agradezco sus atenciones, pero el señor se empeña en darme el teléfono del padre Nelson y del padre Carlos. Ninguno de los dos responde tampoco al teléfono. No hay problema, no tengo carimbo (sello) de Loulé, pero tengo mucho tiempo para practicar el dibujo. Al salir de la ciudad, veo al fin un cartelón con el letrero Caminho de Santiago, y algunas flechas amarillas que después se pierden. No las volveré a encontrar hasta salir de Salir, y empiezo a sospechar que están más para despistar que para guiar. 

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Hay una cuesta continua, por carretera o por caminos, hasta el pueblo de Salir. Hay campos de higueras, de olivos, huertas bien labradas de manzanos y perales que sacan sus brazos hasta la carretera. Atravieso aldeas con puertas abiertas, un puente que fue romano bajo el que se baña un grupo de niños, más huertas con tractorcitos sin cabina conducidos por viejos de saludo amable. En Tôr encuentro al fin una cafetería donde tomar uma bica com gelo, y donde unas mujeres me confirman que efectivamente nunca vieron peregrinos por aquí. En Ponte de Salir, que es una aldea a lo largo de la carretera, las mujeres mayores han salido ya a tomar el fresco. Como soy propenso a los chistes fáciles, mis piernas dudan y se sienten confusas cuando estoy entrando en Salir. A mi mano vienen ciruelas negras y rojas que saltan las tapias. Hay muchas casas abandonadas, y una escalinata estrecha entre vides e higueras que sube a la iglesia. Otra iglesia blanca con torre blanca, otra iglesia cerrada. Varias personas me confirman que ni hay albergues ni nada que se les parezca, sólo una casa rural bastante cara, que es la única alternativa a dormir en la calle. En realidad, la casa rural está a un kilómetro de Salir, en Ameijoafra, detrás de unas huertas con alcornoques recién esquilados, de una desnudez hermosa y radiante contra la luz del atardecer. La viejita que la regenta se disculpa por no poder bajar los precios, y un rato después me llena la cantimplora con agua filtrada y me invita a cenar. De noche sopla fuerte el viento, malo hubiera sido dormir en un jardín.


16 kilómetros. Etapa corta, subida continua desde Loulé hasta Salir. Sin noticia de las flechas amarillas. Viva el GPS.






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