sábado, 22 de julio de 2017

En el Camino: 13ª etapa: Alhandra-Azambuja

Hay lugares especialmente agradables en cualquier Camino. Uno de ellos, después de la etapa gris en que uno se empieza a alejar de Lisboa, es el paseo fluvial que va desde Alhandra hasta Vila Franca de Xira. Cinco kilómetros de paseo limpio y cómodo frente a la inmensidad tranquila del río. Al otro lado del agua empieza a subir el sol. A este lado, cañas de ribera, grupos de jubilados que pasean en tertulia, parejas de mediana edad en ropa deportiva, muchachos en bicicleta. Hoy me espera una etapa corta, 24 kilómetros llanos para relajar las piernas.



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Desde que salí de Lisboa no he dejado de ver carteles taurinos. Muchos, muchísimos, anunciando corridas de toros o de rejones en todos los pueblos de los alrededores. He visto incluso carteles anunciando corridas en Huelva o en Plasencia. Están por todos lados, y ocupan todos los días entre junio y agosto. En Vila Franca de Xira se anuncia con elegante cartel una exposición en un museo sobre la vida y trayectoria de Victor Mendes, el famoso torero portugués, que era de aquí. Además de brillante banderillero, Victor Mendes fue un torero a la española, es decir, matador, y como tal aparece en los carteles, concentrado y con el estoque en lo alto. En los letreros de muchos bares y comercios, incluso en grafitis, aparecen imágenes taurinas, mayorales a caballo o forcados. Desayuno en una amplia cafetería del centro. Al fondo, a las nueve de la mañana, la televisión está echando en diferido una corrida de toros de Pamplona. No me llega el sonido, ni reconozco a los toreros que aparecen, pero sí al público vestido de blanco y con el pañuelo rojo al cuello.

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Muy pronto vuelvo a perder las flechas amarillas, de modo que me guío otra vez por el GPS, que me lleva por carreteras secundarias y tranquilas. En una de ellas diviso al primer peregrino. Desde lejos no parece un peregrino al uso: faldas negras largas hasta los tobillos, pañuelo negro recogiendo el pelo, bastón, chaleco reflectante amarillo cubriendo el cuerpo y la mochila. ¡Es la vieja del visillo con chaleco reflectante! Me vienen imágenes de gente con pintas parecidas subiéndose al mismo tren que yo en algún lugar de Texas. Ya le imagino también gafas de pasta, ceño fruncido, voz atiplada. Me voy acercando, voy mucho más rápido. Lleva zapatos de tapa dura, y un aire masculino en el andar. Lo que me pareció un pañuelo negro recogiendo el pelo es una gorra oscura. Cuando lo supero, veo que es un adolescente de tez morena vestido de sacerdote, y lo que me pareció falda de vieja es una sotana larga. Le deseo boa viagem e bom Caminho, me responde que igualmente, y pronto lo dejo atrás. Hasta Santarém, el Camino de Santiago coincide con el que lleva a Fátima.

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Ignoro por dónde habrá llegado el joven diácono a este punto, pero por seguir el GPS me he visto obligado a atravesar una autovía por debajo, es decir, por el conducto de alcantarillado. Tengo que echar la mochila al otro lado de la valla, saltarla, colgarme la mochila del pecho mientras paso agachado evitando rasguñarme la espalda. Otro más voluminoso habría tenido que dar un rodeo de varios kilómetros. Salgo sano y salvo a un pueblecito y después las flechas aparecen de nuevo como si nada hubiera ocurrido.

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En Azambuja hay al fin un albergue para peregrinos. Sólo abre de 15 a 20. Para hacer hora, me voy al bar de al lado y pido O prato do dia, sin importarme lo que sea. Lo que sea, es alimento, y soy de boa boca. La camarera mulata me trae uma feijoada com arroz que me da miedo mirar. Dedico hora y media a esta obra de arte culinaria, y a dar cuenta del medio litro de tinto que la acompaña. No es un simple arroz con habichuelas, es la gracia grasienta de las manitas de cerdo, la alegría del chorizo, el destello de la morcilla encontrándose con el hambre agradecida del peregrino. En la televisión, miles de personas se manifiestan y marchan hacia la casa del presidente, y después unos ciclistas suben puertos de montaña franceses. De postre me traen una rebanada de melón que, en tal estado de gracia, también me sabe a gloria. Ni siquiera los efectos tonificantes del café y la ducha pueden librarme de dos horas de siesta que completan el homenaje.

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Azambuja es un pueblo pequeño de calles estrechas y fachadas descascarilladas. Iglesia blanca, limpia y cerrada. Estación de tren, vistas al Tajo. Cuando vuelvo al albergue me encuentro con compañía. Han llegado cuatro peregrinos a última hora de la tarde. Una chica eslovena y una señora sudafricana que ya hicieron el Camino Francés, una holandesa que se acaba de mudar a Lisboa y ha salido a caminar sólo unos días, y un siciliano de cabellos eléctricos que ha hecho la promesa a parte de su familia de ir a Fátima y luego a Santiago. Los cuatro están reventados, han hecho 40 kilómetros animados por la fuerza del grupo, y apenas se pueden mover. Los acompaño al supermercado, que está a punto de cerrar. Les soluciono el problema de no saber abrir una botella de vino sin abrecorchos. Parecen heridos de guerra.


1 comentario:

  1. Genial descripción de tu almuerzo. Se ve que tu cuerpo necesitaba esa comida copiosa y esa siesta reparadora tras tantas jornadas agotadoras

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