Salí de Salir y desaparecieron las flechas amarillas. No sabía bien si hacer ya una etapa larga o seguir mi suave entrenamiento. Subí una larga cuesta y el GPS me llevó a una encrucijada: Almodôvar para la izquierda, Ameixial para la derecha. En el camino a Ameixial había otra señal que me dio la clave: Califórnia. Escogí el camino corto. Seguí subiendo, y subiendo, por una carreterita que cruzaba un bosque de encinas, madroños, alcornoques. Aparecieron los primeros eucaliptos al borde de la carretera, insolentes, largos, despellejados. No me detuve en ninguna cafetería por esperar a Califórnia, pero Califórnia resultó ser dos majadas de pastores, con cuatro gallinas, algunos ciruelos, dos tractores sin cabina y un montón de cortezas de corcho, y se acabó Califórnia.
Allí mismo vi de nuevo las flechas amarillas, y volví a equivocarme al seguirlas, pues me desviaron de la carretera que lleva derecho a Ameixial para perderme por caminos ardientes de sierra, en cuesta continua, sin gentes ni fuentes. Subí y subí por sierras de alcornoques y monte bajo, con el olor pegajoso de la jara y el sol cada vez más alto. Crucé por más majadas de pastores, por poblados sin gente, donde todas las fuentes tenían un cartel advirtiendo de que el agua no ha sido controlada para el consumo humano. Comía unos ciruelos bajo un porche en lo alto del monte, mirando el paisaje, cuando se me acercó un perro grande, que se sentó al lado y no ladró. En un poblado desierto, otro perro me ladró y me siguió. Agarré un mástil de un azadón que encontré por la calle, y después el GPS me confirmó que debía volver por donde el perro me esperaba. Recorté por un barbecho, salté con mi mochila a la carretera y salí con las piernas plagadas de unas bolas que parecían velcro. Y allí estaba el perro esperándome, al tiempo que otros lo animaban ladrando desde lejos. Lo mantuve a raya y escapé a paso lento, y el animal se volvió. Estoy harto de los perros portugueses. Los paisajes son tan hermosos, pero tan vacíos de gente y tan llenos de perros. Aquí no podrá haber algo parecido al Camino de Santiago hasta que no haya un recorrido pensado para los caminantes: más fuentes y menos perros.
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Subí la larga cuesta hasta Ameixial con la boca reseca como el cartón. Me refresqué continuamente en fuentes de los poblados y majadas, aproveché su sombra, comí ciruelas que fui guardando en mi mochila, pero no bebí. Esa última cuesta hasta Ameixial (ameixa significa ciruela) tiene sólo dos kilómetros pero la carretera gira y gira y el pueblo no se ve. Por fin en el pueblo, antes que buscar la iglesia busqué el bar, pues el alma no está cómoda cuando el cuerpo tiene sed. En algún lugar del Evangelio de Mateo se dice algo así: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, fui forastero, y me recogisteis”. Llegué al bar y pedí agua de beber. Detrás de la barra, una anciana bajita, vestida de negro y con mandil gris llenó mi cantimplora con agua fría de varios botellines, la volvió a llenar y no me quiso cobrar. Me guió hasta una casa donde alguien tenía la llave de la iglesia. Como siempre, la iglesia estaba cerrada, y la llave jamás apareció. De camino encontramos a dos picapedreros arreglando una acera con esas piedrecitas blancas tan portuguesas. Eran empleados del Ayuntamiento, de la Junta de Freguesia. Uno de ellos llamó al alcalde, y al rato volvió con una llave, con un llavero en forma de guitarra con la bandera portuguesa. Me llevaron al albergue municipal, lo abrieron, me dieron la llave, me dijeron que tampoco tenía que pagar aquello. Me explicaron que la bomba del agua estaba rota, pero que en el mismo edificio, junto a la nave que resultó ser una fábrica de cortezas, había un surtidor con una goma que sacaba agua del pozo. Me di una ducha fría y gloriosa en mitad del campo, con vistas a las encinas y los alcornoques, al campo y al cielo. Esa noche no pude acabar el bacalhau à brás que me preparó la viejita, ni la botella de vino blanco que ya es alentejano.
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21 kilómetros. Cuesta continua, por carreteras secundarias y caminos de monte. Pocas flechas amarillas, a veces para despistar. La última subida a Ameixial es muy dura. El pueblo parece que no tiene nada, pero tiene la mejor gente que uno pueda encontrar por el camino.
Veo, Blas que estás arriesgando el pellejo, bordeas la deshidratación, el golpe de calor, las mordeduras de perros, la pérdida en parajes despoblados... por favor, cuídate y deja de hacer caso a las malditas flechas amarillas que veo que las ha puesto un demiurgo malvado para perder a los devotos peregrinos
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