As setas amarelas (las flechas amarillas) a veces llevan por caminos derechos y otras veces dan rodeos difíciles de entender. Con ayuda del GPS se va combinando la ruta para llegar a buen puerto. Pero desde estas etapas la señalización es perfecta. Hay flechas amarillas y baldositas con el símbolo de la concha incrustadas en muchos postes y paredes. A partir de Tomar el camino que lleva a Fátima va en el sentido contrario, y también las flechas azules marcan bastante clara la ruta. En las calles de Tomar hay cruces templarias rojas en las farolas, en los maceteros, en las fachadas de los negocios. También por el suelo, en las piedras de la calle, trazando otra especie de ruta secreta.
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Se abandona Tomar por una plácida senda boscosa que va paralela al curso del río Nabão. Una senda que se hace estrecha entre encinas, cañas, rosales silvestres. Los rayos del sol aún bajo tratan de colarse entre los pocos espacios que deja la vegetación. Al cabo de una hora, subiendo entre montes de olivos, la ciudad de Tomar aparece blanca en la lejanía, apenas un puñado de casas que sobresalen entre el verde del bosque. Hay algunas cuestas duras por caminos asfaltados y por caminos de tierra, mientras atravesamos aldeas con poca o ninguna gente: Soianda, Calvinos, Ponte de Ceras. En todas hay huertas tapiadas a medio labrar donde los árboles dan frutos para nadie. Voy comiendo higos maduros y melocotones muy dulces por el camino, pero también veo naranjas, manzanas o ciruelas por los suelos, pudriéndose, sin nadie que las recoja. Además de con el grupo de italianos, nos vamos cruzando con dos jóvenes japonesas muy sonrientes y muy tapadas por sus amplios sombreros de exploradoras.
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A la salida de un pueblecito, dos ancianas conversan. Una está en lo alto de la huerta, asomada al muro de metro y medio que la separa del carreterín, junto a una encina y unos olivos, sosteniendo una hoz, que aprieta contra el mandil mientras habla. La otra está abajo, en el carreterín, al volante de un camioncito rojo minúsculo con los símbolos de la Junta de Freguesia, y la parte de atrás del camioncito viene cargada de paja. Las dos visten de negro y gris, las dos tienen el pelo blanco y son muy viejas. Nos saludan con mucha atención, haciendo gestos con las manos. Me pregunto cuántas veces se habrá repetido esta escena, en qué parte de la conversación andarán estas dos mujeres que se han visto las caras todos los días de su vida, entre las cuatro casas y las cuatro huertas de la aldea.
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En Ponte de Ceras se cruza el río y la carretera. Hay una fuente fresca que recibe el agua de la montaña, que corre ligera por un canal hasta el río. Junto a la fuente, una caseta con una alberca y unas pilas de piedra para fregar la ropa. Hay algunas casas abandonadas a la vegetación, techos caídos, escaleras de piedra que ya no suben a ningún sitio. Frente a la fuente hay un edificio grande de paredes de piedra con el portal a medio hundir. Las puertas de madera están tiradas por el suelo. Dentro hay una antigua almazara, con todas sus máquinas, sus piedras de prensar, los pequeños depósitos de aceite, algunas botellas de cristal en estantes llenos de polvo. Los techos aún no se han hundido. El deterioro que lleva a la destrucción total también lleva un trabajo minucioso y lento.
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Entre Vila Verde y Pereiro, entre aldeas cuyos límites son las propias señales, unos viejecillos que descansan a la sombra de su jardín nos dan indicaciones de dónde está el restaurante más cercano. Los clientes son locales, el espacio está limpio y es fresco, y afuera está haciendo demasiado calor. Mi amigo americano y yo comemos un grelhada mista con mucha calma, con varias cervezas, con mucha conversación sobre su vida en Marruecos, sobre la corrección política, sobre la vida de sus hijos. Al despedirnos pido al dueño que me llene la cantimplora de agua, y me regala una botella que acaba de sacar de la nevera.
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En un cruce nos confundimos de dirección y un coche se detiene para avisarnos de que debemos volver. Dejamos el distrito de Santarém y entramos en el de Leiria. Hay una cuesta suave y continua por campos de encina, de cereal y de olivos, hasta Cortiça, que es un pueblo con cuatro calles, un palacio en medio de la nada, y una panadería donde encontramos sombra. Entramos a las salas donde están preparando los pasteles y dulces y pedimos agua: una señora nos llena las cantimploras con agua helada. La entrada a Alvaiázere es extraña: antiguas quintas desahuciadas conviven con otras lujosas donde los albañiles están todavía manos a la obra. En muchas de estas quintas hay torres que fueron importantes, fachadas que perdieron el color hace varias décadas, árboles con todo tipo de frutas caídas por el suelo. Y hay sobre todo altísimas y hermosas nogueras, y muchos castaños, en todas las huertas, en las plazas, por todo el pueblo. Un coche se ha quedado parado en mitad de la calle, y los demás coches le pitan y siguen su marcha. Hasta que llegan estos dos peregrinos y ayudan al conductor empujando el vehículo y dejándolo a un lado. Una señora muy mayor se baja por la otra puerta y me dice que vaya casualidad, que le pidió el favor a su hijo de que la llevara al médico y ahora vaya plan. Está muy nerviosa y no para de decirle: "Fernando, e agora que vas fazer?". El señor dice que llamará al mecánico, porque nosotros no sabemos arreglar motores.
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En la estación de Bombeiros Voluntários de Alvaiázere coincido de nuevo con los tres italianos. Son del sur de Italia, de la Puglia. Una pareja y otro chico. Son jóvenes, veinteañeros. Uno lleva gafas redondas y parece un pensador comunista de los años 60; ella es rubia, gordita, guapa, y se queja todo el tiempo del dolor en los pies. El otro muchacho es moreno, guapo, lleva gafas de pasta negra, camisetas de tirantes y una bonita cruz de barro colgando del cuello. Estudió literatura italiana, pero después sintió la vocación, y lleva ya tres años en el seminario. Por eso había ido a Fátima, y ahora va a Santiago. No sabe si llegará a ser sacerdote, pero está en el camino. Tendidos a media tarde y agotados aún por el esfuerzo, ríen con los comentarios de sus amigos a las fotos de Facebook, y después comentan el sentido de una cita religiosa dedicada al día de Santiago. Como no puedo evitar entender sus conversaciones, me salgo fuera para leer un rato.
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En un cruce nos confundimos de dirección y un coche se detiene para avisarnos de que debemos volver. Dejamos el distrito de Santarém y entramos en el de Leiria. Hay una cuesta suave y continua por campos de encina, de cereal y de olivos, hasta Cortiça, que es un pueblo con cuatro calles, un palacio en medio de la nada, y una panadería donde encontramos sombra. Entramos a las salas donde están preparando los pasteles y dulces y pedimos agua: una señora nos llena las cantimploras con agua helada. La entrada a Alvaiázere es extraña: antiguas quintas desahuciadas conviven con otras lujosas donde los albañiles están todavía manos a la obra. En muchas de estas quintas hay torres que fueron importantes, fachadas que perdieron el color hace varias décadas, árboles con todo tipo de frutas caídas por el suelo. Y hay sobre todo altísimas y hermosas nogueras, y muchos castaños, en todas las huertas, en las plazas, por todo el pueblo. Un coche se ha quedado parado en mitad de la calle, y los demás coches le pitan y siguen su marcha. Hasta que llegan estos dos peregrinos y ayudan al conductor empujando el vehículo y dejándolo a un lado. Una señora muy mayor se baja por la otra puerta y me dice que vaya casualidad, que le pidió el favor a su hijo de que la llevara al médico y ahora vaya plan. Está muy nerviosa y no para de decirle: "Fernando, e agora que vas fazer?". El señor dice que llamará al mecánico, porque nosotros no sabemos arreglar motores.
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En la estación de Bombeiros Voluntários de Alvaiázere coincido de nuevo con los tres italianos. Son del sur de Italia, de la Puglia. Una pareja y otro chico. Son jóvenes, veinteañeros. Uno lleva gafas redondas y parece un pensador comunista de los años 60; ella es rubia, gordita, guapa, y se queja todo el tiempo del dolor en los pies. El otro muchacho es moreno, guapo, lleva gafas de pasta negra, camisetas de tirantes y una bonita cruz de barro colgando del cuello. Estudió literatura italiana, pero después sintió la vocación, y lleva ya tres años en el seminario. Por eso había ido a Fátima, y ahora va a Santiago. No sabe si llegará a ser sacerdote, pero está en el camino. Tendidos a media tarde y agotados aún por el esfuerzo, ríen con los comentarios de sus amigos a las fotos de Facebook, y después comentan el sentido de una cita religiosa dedicada al día de Santiago. Como no puedo evitar entender sus conversaciones, me salgo fuera para leer un rato.
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