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Después de Ansião hay otra larga cuesta entre bosques de pinos y eucaliptos. Yo voy lanzado, pero siento que mi compañero no me puede llevar el ritmo. Lo espero varias veces, le doy ánimo, pero anda colorado por el esfuerzo, con ese colorado gracioso que se les pone a los irlandeses en los mofletes. Paramos a descansar en el poyete de una casa abandonada en un lugar en alto que se llama Venda do Brasil. Hay enfrente árboles de nísperos sin fruto y un manzano al que se le están cayendo sin que nadie los aproveche. En el siguiente cruce nos encontramos con las dos japonesas, que vienen por otro camino, y a pesar de que vienen mirando una guía del Camino, creen que aún no han llegado a Ansião, y celebran con risas tímidas la noticia que les doy: ya dejaron atrás ese pueblo hace cinco kilómetros.
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Llegando a Alvorge bajamos por caminos estrechos cercados por piedras y vegetación, y después salimos a una carretera secundaria. Dos señoras mayores, que han salido a la carretera a comprar el pan al coche que paró enfrente, me llaman para que vaya hacia ellas. Estaba explicándole a mi amigo cómo eran los membrillos, y señalándole los abundantes racimos de kiwis que crecían al lado. Una de las señoras sale con una bolsa de melocotones y ciruelas y me la regala. Nos preguntan por nuestros viajes, y se ríen mucho cuando les digo que mi objetivo de recorrer el país entero era conocerlas a ellas y poder hablarles en su idioma. Enseguida toman el papel de madres o abuelas, y me regañan por no echarme protector solar, por dejar que la piel se me levante. Llevo mucho andado hasta aquí. Y no hay día que no haya recibido una acción generosa de la gente.
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En Alvorge, que es un pueblecito pequeño y limpio al que se llega tras una larga cuesta en curva, me tengo que despedir de mi amigo americano. Un señor alto y delgado, con ojos inocentes, dirige el amplio café y el albergue del pueblo. Está pendiente de nosotros y de unos turistas franceses y de las dos japonesas que acaban de llegar y de todos los que cruzan por la plaza, para avisar de que él tiene la llave del albergue. Sólo cruzan el grupo de italianos y varios españoles en bicicleta que no llegan a escucharlo. Me informa de lo que hay por delante: el siguiente albergue, los menús del peregrino. Hablamos de los incendios que llenan el telediario y las portadas de los periódicos. Tiene una mirada tan inocente que yo diría que es un hombre sin preocupaciones, feliz. Me despido de mi amigo con una última cerveza. Él se queda aquí, yo tengo tantas fuerzas que necesito seguir caminando y acercándome a Coímbra, para poder visitar la ciudad con detenimiento. Nos estrechamos la mano. Nos volveremos a ver.
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Cuando llego a Rabaçal, tras atravesar un bosque entre el olor dulce y caliente de los eucaliptos, y una carreterita sin tráfico, he cambiado de distrito: ya estoy en el de Coímbra. Efectivamente, hay un solo albergue, un solo restaurante, y todos del mismo dueño, que se hace llamar O Bonito. Me doy otro homenaje por un precio de risa: sopa de legumbres, arroz con mariscos, medio litro de blanco, postre y café. Inevitablemente, necesito otra siesta de dos horas. Cuando vuelvo, los tres italianos están bañándose en la piscina. En un corto paseo por la tarde recorro todo el pueblo. La iglesia, blanca, está abierta, y por dentro es estrecha y pobre, y tiene un techo azul como de nave industrial. Hay un museo sobre una villa romana, cerrado, un pastor que acerca unas pocas ovejas a las primeras calles del pueblo, algunos perros sueltos, cuatro mujeres que conversan a la sombra sobre la tapia de una placita, muchas casas cerradas o en proceso de desmoronamiento. Busco un espacio vacío para contemplar la ancha nube gris que está empezando a cruzar el cielo. Es un incendio. Hay un viejo a mi lado, sentado en una silla de plástico, con la camisa medio abierta, patillas de hacha y la gorra puesta. “Este fogo começou há três ou quatro horas, eu vi”. Poco a poco, la nube gris va tapando el cielo claro del atardecer. “E está ativo”, me dice el hombre, señalando el foco, quizá a quince o veinte kilómetros, detrás de una loma. El foco echa humo como una chimenea, ya la tarde se va volviendo gris.
De repente llega una moto delante de nosotros y nos llena el ambiente también de humo. Es un hombre más joven, que le dice al viejo si quiere que le traiga un cacho. Responde que no, pero el hombre salta la tapia hasta el viñedo y vuelve al momento con varios racimos de uvas tintas. Me regala dos racimos de uvas gordas y dulces. Voy comiendo algunas de vuelta al albergue, y comparto los racimos con los otros peregrinos. Desde la paz de la piscina veo cómo el cielo poco a poco se va cubriendo por la nube gris que ahora se mezcla con el suave anaranjado del atardecer.
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