Llueve en el norte de Portugal. A las siete y media de la mañana el cielo está blanco y cae una llovizna suave, que al principio espabila y no moja, y poco a poco va perlando el pelo y los brazos y llega a empapar la ropa. Salgo por una carretera sin mucho tráfico, es domingo por la mañana, muchos ciclistas vienen en pequeños grupos en el sentido contrario. También algunos peregrinos de Fátima, grupos de dos o tres con mochilitas para el bocadillo y chalecos reflectantes. Les deseo boa viagem desde el otro arcén. La carretera atraviesa un bosque de eucaliptos con suelo de helechos, y después un área industrial y después ya todos son pueblos que no se distinguen unos de otros. Albergaria-a-Nova, que es una pedanía de dos calles, Branca, Pinheiro de Bemposta. A la entrada de este pueblo llego a tiempo a refugiarme en una cafetería cuando la lluvia está apretando. Las paredes y las mesas tienen versos y retratos estilizados de sus autores. A mí me toca un fragmento de Vasco Gato, del poema “quando a noite toca os meus pulsos”. Con el café caliente, la nata y la dosis de poesía, salgo con fuerzas a la calle y ya no llueve.
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Pasando por Travanca veo una iglesia moderna y fea, que parece americana, hasta con los todoterrenos aparcados en la puerta, donde la gente está pasando a misa. Grupos de ciclistas más numerosos ocupan las travesías. Adelanto a dos peregrinas, una me saluda en español, la otra en inglés, pero no me entretengo porque voy ya a otro ritmo y porque vuelve a llover. Pero en Oliveira de Azeméis sale el sol. Es un pueblo mucho más grande que los otros, al que se entra por calles de piedra en cuesta con quintas y huertas a los lados. De repente veo en lo alto, tras una larga escalinata, una iglesia con las puertas abiertas, grande de dos torres, blanca y con arcos, dinteles, cruces, adornos de piedra. Subo los escalones y llego hasta la puerta, que un señor con bigote me cierra en las narices. Le pregunto si puedo entrar a verla, pone los brazos en jarras, se atusa el bigote y se da la vuelta. Me siento en un banco de enfrente, a la sombra, porque ya hace calor, y me preparo un bocadillo de jamón con pan que compré en la cafetería poética. En este pueblo no voy a dejar un euro.
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El Camino baja y sube por calles que son la misma calle y por pueblos que cambian de nombre todo el tiempo. Voy paralelo a la vía del tren, con la que me encuentro de vez en cuando, aunque a juzgar por la calidad de la hierba que crece encima, el tren debe de hacer un tiempo largo que no pasa. São João da Madeira es una ciudad muy grande, con supermercados abiertos el domingo por la tarde y mucha gente en las terrazas de los bares y restaurantes. Debería parar aquí, se supone que es la última ciudad con albergues en muchos kilómetros, pero tengo que avanzar más porque me quiero acercar a Oporto y porque me lo piden las piernas. Acabo de perder una pulsera de cuero con la inscripción Camino de Santiago que me regaló una amiga francesa hace justo un año, cuando empezábamos aquel Camino, y que he llevado siempre puesta. La busco y no la encuentro: confío en que algún niño la encontrará por la calle, y la concha y el texto Camino de Santiago le dirán algo.
Paso por un Museu da Chapelaria que está en un edificio moderno, y que promete: la historia y el arte de la sombrerería. Pero está cerrado, aunque estemos dentro del horario que marcan en la puerta como abierto. Hay carteles de ferias medievales, de representaciones de batallas, de conciertos. Sigo la misma calle pero ahora el pueblo se llama Arrifana y un rato después Espadães. Está haciendo mucho calor, y después de una larga avenida en cuesta llego a un restaurante donde me preparan un filete de bacalhau com batatas e cebola y medio litro de vino blanco. Elijo un postre que me entra por los ojos: bolo de bolacha, tarta de galleta. Me da un pellizco de melancolía porque sabe a cumpleaños de la infancia, a un sabor muy de casa que llevaba mucho tiempo sin probar.
Paso por un Museu da Chapelaria que está en un edificio moderno, y que promete: la historia y el arte de la sombrerería. Pero está cerrado, aunque estemos dentro del horario que marcan en la puerta como abierto. Hay carteles de ferias medievales, de representaciones de batallas, de conciertos. Sigo la misma calle pero ahora el pueblo se llama Arrifana y un rato después Espadães. Está haciendo mucho calor, y después de una larga avenida en cuesta llego a un restaurante donde me preparan un filete de bacalhau com batatas e cebola y medio litro de vino blanco. Elijo un postre que me entra por los ojos: bolo de bolacha, tarta de galleta. Me da un pellizco de melancolía porque sabe a cumpleaños de la infancia, a un sabor muy de casa que llevaba mucho tiempo sin probar.
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Me iba a sentar un rato a escribir a la sombra cuando tres señoras que han salido del comedor y toman café en la terraza me piden que les haga una foto. Paso las siguientes tres horas en una clase de portugués intensa y divertida. La simpatía se contagia. Aprendo muchas cosas sobre adónde van a veranear los portugueses, lo que les gusta y no de España, lo que es más barato aquí y allá. Les hablo de mi viaje, reímos de todo, me invitan a tomar una cerveza. En España, por alguna razón, cada vez es más difícil ver mujeres de cierta edad que acepten la dignidad del cabello blanco. Una de ellas nació y nunca se movió de este pueblo, Espadães. Otra vive en Vila Nova de Gaia y la han tenido que convencer para salir a comer el domingo. Otra de ellas me acaba enseñando las fotos de sus hijas, de sus nietos, de la familia que tiene en Alemania y que vino hace poco al completo para una gran boda que celebraron durante dos días. Ella es angolana, de cuando aquello era una colonia portuguesa. Su padre llegó a Angola con cuatro años, y los hijos ya nacieron allí. Cuando tuvieron que venirse a Europa ella tenía 18 años y una vida en Cabinda. “Minha terra era aquila, não esta”. Cabinda es un enclave entre los dos Congos que se apropió Angola con las prisas de la descolonización. Es un territorio con petróleo, diamantes, maderas preciosas. Me cuenta que los paisajes de su memoria siguen estando allí, y que conoció bien Brazzaville, y Kinshasa, y allí se quedó todo. “Vim com uma edade com a que já poderia ter tido namorado!”. Nostalgia de África, adonde nunca volvió, ni volverá.
Al rato viene una cuarta mujer. Es la esposa del dueño del restaurante, el que me sirvió el bacalao. Ella es de Badajoz, pero lleva más de 30 años en el pueblo. Habla el portugués con más velocidad que las otras mujeres, y me cuenta la historia de un peregrino que vino hace unos meses desde Lisboa a pie, con una burra preñada y un perro. Ella trabaja en un supermercado, pero también ayuda en el restaurante. Ha intentado hacer algunos platos españoles pero no acaban de tener aceptación. Lo que sí ha introducido con éxito, me dice, es un postre: o bolo de bolacha, la tarta de galleta que me supo a mi infancia.
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Con el sol ya a la izquierda, continúo caminando la larga calle que baja cuesta por más pueblos y más eucaliptales. Siento que podría estar caminando hasta el infinito, y sólo me detengo cuando llego a Lourosa y al pasar delante de la estación de los Bombeiros Voluntários me doy cuenta de que llevo caminados hoy 39 kilómetros. Me ofrecen un espacio en el gimnasio. Me he pasado la mitad de este viaje en estaciones de bomberos, siempre bien tratado, entendiendo el nombre completo que tienen las agrupaciones: Associação humanitária. Pero creo que esta vez será la última. Mañana llegaré a Oporto, y allí empieza otro Camino. Si hasta Lisboa fue mi Camino personal y solitario, y desde Lisboa fue un Camino de Santiago con flechas pero con pocos peregrinos, ahora empezará la fase multitudinaria, social, probablemente masificada. Es un fase más, el Camino es la vida.
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