Al dejar Santiago se atraviesan algunos de los barrios y pueblos que se controlan desde lo alto del castillo. Algunos son solamente una sucesión de casas en proceso de derrumbe a lo largo de la carretera. En otros hay gente, ovejas, y toldos que anuncian cafeterías que cerraron hace muchos años. En ningún otro lugar he visto tantos bares y cafeterías cerrados como en esta parte de Portugal. Letreros deteriorados o rotos, toldos que se empiezan a deshilachar. En algunos locales las cortinas están corridas y dentro se ven las sillas y las cajas de botellines apiladas, incluso sombrillas, y revistas y polvo de muchos años. La gente, simplemente, se fue yendo.
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Por fin un pueblo vivo, con calles limpias y cafeterías abiertas. El nombre parece una metáfora de este mundo camino del abandono: Deixa O Resto. En Casa da Mónica me sirven un generoso sandes de presunto com manteiga y un café con hielo. Los parroquianos son de edad muy avanzada, hombres y mujeres. Los viejos llevan todos pantalones vaqueros, y uno de ellos le hace bromas a otro porque los lleva agujereados a altura de las rodillas. Otro señor se presenta con ropa de campo y exhibe ante sus vecinos un tomate enorme, rosáceo y de carne apretada. Viene de cogerlos de su huerta, y reta a los demás a que críen en las suyas un tomate tan grande como el suyo.
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Al volver una curva me sobresalta escuchar la claridad de nuestras sílabas españolas. Es sólo la radio. Dos hombres están ajustando las cuerdas a los bloques de corteza que llenan sus camionetas. De una de ellas sale una canción cansina de Shakira. El terreno es arenoso, pero junto al río hay cuadros de huertas bastante bien cuidadas. Entre membrillos y naranjos, las matas de judías verdes, pimientos y tomates crecen altas y sanas. Los hortelanos siempre son ancianos de camisa abierta y ancianas de falda ancha y sombrero de paja.
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Las matas de hinojo y los hitos kilométricos están plagados de caracoles. No sé si son los mismos, pero en casi todos los bares hay un letrero escrito a mano con el mensaje: Há caracóis. Antes de llegar a Melides me encuentro a una familia sacando la corteza de sus alcornoques. Un padre, una madre, el hijo y un tío, todos con gorra y manga larga. Llevan dos camionetas, sobre las que la madre y el tío van colocando ordenadamente la cosecha. El padre se sube a una escalera y hace los cortes por la parte de arriba. El hijo completa el proceso: hace los cortes en la base, después se coloca paralelo al alcornoque y da siete u ocho hachazos verticales, rápidos y certeros. En un borde, hace palanca con el filo del hacha y después el rectángulo de corteza sale solo, sin esfuerzo, tirando con la mano. Hace lo mismo con la parte que está a la altura de su cabeza, y poco a poco van llenando el suelo de placas de corcho. La mujer me explica que se sacan cada ocho años, y que escriben sobre la piel nueva el número del año en que se sacó. Ya había llegado a esa conclusión en mi larga caminada por los montes. Me desean buen viaje, y siguen trabajando.
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