El albergue de Ameixial es cómodo, grande, limpio, gratuito, pero está lleno de mosquitos que no me dejan dormir. Así que amanece y emprendo camino. Como no existen flechas por ningún lado, hago caso al GPS y tomo la solitaria carretera que lleva a Almodôvar. La primera mitad de la etapa es una suave bajada por las curvas de la carretera, con alcornoques en las laderas y en los barrancos. Un río casi seco separa los distritos de Faro y Beja. Dejo atrás el Algarve y entro en el Baixo Alentejo, la tierra más caliente de Portugal. El paisaje cambia a los pocos pasos, los alcornoques van dejando paso a las encinas y pinos, a grandes eucaliptos al borde de la carretera, a extensiones de campo adehesado.
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La gente en estos pueblos pequeños es cordial y generosa, mucho más cuando uno hace el esfuerzo de hablar en su lengua. Aparte de estar en la calle de conversación con los vecinos, no hay muchas más cosas que hacer en sitios como Ameixial. La señora que me dio agua me cuenta la historia de otro peregrino que llegó igual que yo, pero sin dinero, hace tres años. Su marido, que no se quitó la boina ni para cenar, me habla de una obra que hicieron en una fuente a las afueras del pueblo. Otro vecino me cuenta su operación de rodilla. Otra señora necesitaba que alguien le actualizara el reloj del móvil y no quería molestar a su hija, que está trabajando. Hombres mayores y enjutos beben cervezas en la terraza. Una anciana me pide que vaya a contemplar los pájaros que se posan en el árbol de enfrente en cuanto atardece. Después se le suman dos vecinas y todas juntas ven una novela brasileña en la que el galán ha descubierto que su hijo no es suyo realmente. Cruza algún coche de vez en cuando. Hay también algunos ancianos en sus sillas solitarias tomando el fresco en la acera.
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Almodôvar es un pueblo bonito desde fuera. Rodeado de encinas, las fachadas de todas las casas son blancas, con tejados de arcilla clara, y ese destello uniforme le da apariencia de pueblo andaluz antiguo. Antes de buscar la iglesia, que como siempre estará cerrada a cal y canto, pregunto en el bar O Bombeiro, que está junto a la estación de Bombeiros Voluntários de Almodôvar. Me hacen un hueco en el gimnasio, que está en el tercer piso, aunque por la tarde hay allí entrenamiento de Muay Thai. Invito al bombero que me asiste a una cerveza, y descubro la clara con grosella, que resulta una combinación espléndida. Él también me pregunta si vengo haciendo la N-2. Como no puedo ducharme hasta que no abran el polideportivo municipal, recorro el pueblo bajo el sopor de la siesta. Las temperaturas rondan hoy los 40 grados en todo el Alentejo. Ya fresco, voy a buscar la iglesia. Como todas las demás, es blanca, pero tiene algo de particular: las cuatro esquinas de la torre y las paredes de los contrafuertes son de piedra. Por lo demás, cerrada siempre, al igual que los dos museos, aunque ningún vecino sepa explicarme por qué. De modo que me refugio en la biblioteca municipal, que es grande, luminosa, fresca, ricamente decorada con versos en los cristales y paredes, y me dedico a leer a Saramago.
La camarera del bar O Bombeiro emigró con su marido a Alcázar de San Juan, pero ya volvieron. El bar está lleno de hombres a todas horas, bomberos, amigos de los bomberos, viejos con gorro que miran la televisión, un joven con gorra que me dice si quiero fumar, buena gente toda. Por la noche voy a un concierto de piano, violín y violonchelo en la capilla del Convento de Nossa Senhora da Conceição. Hasta el tercer piso de la estación de bomberos, donde trato de dormir, llega durante algún tiempo el ruido animado de una verbena con concurso para niños.
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24 kilómetros. Suave bajada a la salida de Ameixial. Carretera llana, con curvas y sin tráfico, hasta Almodóvar. Sin noticias de las flechas amarillas.
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