Dos días atrás, después de los 35 kilómetros de mi particular travesía del desierto, no habría pensado poder seguir al mismo ritmo. Después de los 29 de ayer, hoy hice 41 kilómetros, poco a poco, con el objetivo claro de llegar al final de la península de Tróia. Como estaba en la playa, decidí avanzar por la arena unos kilómetros, en lugar de volver a la carretera por donde había venido. Pero la arena de estas playas no es buena para caminar, los pies se hunden, y mucho más con una mochila pesada a cuestas. Esto de inventarse caminos alternativos puede salir bien o regular. Off the beaten tracks, dicen en inglés. Así soy yo. Caminé un rato por la playa y en cuanto vi un pasadizo que se abría entre los acantilados de arena compacta, subí por él, sin saber adónde llevaba. Las imágenes al atravesar estos pasadizos ya la he vivido: me recordaba a Antelope Canyon, ese lugar mágico entre Arizona y Utah. Al llegar arriba, otra vez la vista espectacular de las playas infinitas, los recovecos entre las arenas oscuras de los acantilados, el cielo plomizo, dos barcos de guerra cerca de la costa. Se acabó el camino, y seguí campo a través por bosquecitos de pinos, matorrales y arena. Con el GPS siempre se llega a buen puerto, a alguna carretera perdida que después dará a la principal. Abriendo caminos.
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Durante muchos kilómetros no hubo pueblos, ni cafeterías, ni fuentes. Otra vez. Sólo pinos y terreno arenoso a lo largo de la carretera. A la izquierda empecé a ver un letrero curioso: Ministério de Justiça. Zona Prisional. Proibido o paso. Al fin vi una construcción, una granja, y me senté en un adoquín de la entrada para vaciar la arena de las zapatillas. Una camioneta militar con muchos soldados dentro cruzó por delante, y un guarda les levantó la barrera y les dio paso. Otra furgoneta cargada de hombres pasó en sentido contrario, y saludó al guarda. Venían de una viña que crece en las arenas al lado de la granja. Pregunté al guarda si había algún pueblo o cafetería cerca, y me dijo que no, en muchos kilómetros. Me dio agua de un grifo al lado de la casa para llenar mi cantimplora vacía.
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El guarda, un hombre de rostro moreno de sol, pelo muy negro y patillas largas, me contó su historia. Me dijo que todo aquello, unas 1500 hectáreas, es terreno de la prisión, con granjas y parcelas agrícolas en las que trabajan los presos. Los hombres que habían cruzado en la camioneta eran presos. Él mismo era un preso. El guarda de la finca había salido de permiso, y a él lo habían puesto dos días a guardar la puerta, pero normalmente se dedicaba a cuidar de las viñas, y le gustaba mucho más. “Isto é chato, todo o dia sem fazer nada”. Me contó que conocía España: seis años preso en la cárcel de Badajoz, y dos más en Valdemoro. Pidió el traslado a Portugal para estar más cerca de la familia, pero estaba arrepentido, porque decía que en España se cobraba bien por los trabajos y talleres que hacían, y se cotizaba, mientras que en Portugal no les pagan casi nada. Llevaba tres años trabajando en esa finca, cumpliendo condena en aquellas viñas arenosas frente al océano. No me resistí a preguntarle qué había hecho para merecer tantos años de pena. La primera respuesta era la esperable: “Eu não fiz nada”. Después me contó que lo habían metido en un secuestro. Que los pillaron, y él y otros cuatro cayeron porque estaban en su casa, mientras que otros dos desaparecieron. Como la persona secuestrada era española, los juzgaron en España. Después de volver a Portugal, tres años atrás, no había vuelto a saber de los otros, ni quería saber. Esperaba que en un año le dieran la condicional. Le agradecí que me diera agua cuando tenía sed, y al estrecharle la mano sentí que lo estaba bendiciendo.
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Llegué a Comporta a la hora de comer. Un pueblo pequeño lleno de turistas extranjeros, con fachadas blancas y azules y cigüeñas por todos lados. Estaba frente a una laguna, donde algunos barquitos de pesca reposaban sobre el fango de la marea baja. Busqué la iglesia, que era apenas una capilla. Me dijeron que en la casa de al lado encontraría al párroco. En su lugar, apareció una viejita con ojos de tela cristalina, que me dijo que el padre no estaba, y que volvería en tres o cuatro horas. Me hizo muchas preguntas y me dijo que el padre me buscaría un sitio donde dormir. Comí algo, bebí café, paseé por el pueblo entre turistas silenciosos. En una cafetería con poyetes con cojines dando a la calle, me senté a escribir. La wifi era de la tienda de al lado, me dijeron las dueñas mientras comían fresas despreocupadamente. Tres muchachas jóvenes y guapas estaban tras el mostrador, era una tienda de objetos caros y sofisticados. En el papel con la clave de la wifi había apuntado también un número de teléfono. Acabé lo que estaba haciendo, rajé el papel y me fui del pueblo.
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Había otros 12 o 13 kilómetros hasta el puerto de Tróia, pero los hice. Recorrí la carretera que atraviesa esta pequeña península, con pinos y arena y agua a los dos lados. Llegué cansado a media tarde. Tróia es otro lugar residencial, vacacional. Fui derecho al pequeño puerto. Como todavía no tengo la habilidad de caminar sobre las aguas, aunque por mi aspecto alguien pudiera pensarlo, tuve que hacer este corto tramo embarcado. El ferry salió enseguida, lleno de coches y bastantes pasajeros en la cubierta. Enfrente estaba Setúbal. Había adelantado una etapa. Cuando uno ha puesto el modo automático, camina y camina sin pensar en si hay dolor. Sólo hay un objetivo al frente. Ya no queda nada para Lisboa.
Bendices al que te da agua estando sediento, renuncias a las tentaciones tirando el teléfono que te dan tres chicas guapas (¿el demonio tri-travestido?), atraviesas desiertos humanos en una travesía que tal vez dure cuarenta días, luces barba y melena y especulas con la posibilidad de caminar sobre las aguas, los sacerdotes de la iglesia oficial te cierran las puertas de sus templos... está claro... eres el mesías!!! :-) ¨:-)
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