Setúbal es una Lisboa pequeña, una Lisboa desmejorada. Uno desembarca y ya está en pleno centro: anchas avenidas, callejones que acaban en escaleras estrechas, fachadas amarillas carcomidas por la humedad, ropa colgando de los balcones. Algunas calles del centro están adornadas con cometas de colores y con aparatosas lámparas de flores artificiales que les dan un aire chinesco. Por la mañana el cielo está encapotado y hay un raro silencio en las calles llenas de gente. La catedral tiene dos torres de piedra sucia, algunas partes de la fachada encaladas, y está en alto, frente a una plaza vacía flanqueada por árboles altos. A media mañana empieza a llover. Es una llovizna suave, lenta, fría. Me refugio en una biblioteca pública y después en el interior confortable de una empresa de comida rápida donde me sirven un desayuno americano.
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Hay una larga travesía por barrios a medio construir con chalés y quintas grandes, entre arenales ardientes y todavía solitarios. Me vuelvo a quedar sin agua en ese trayecto, y ya pasó la hora de comer. Al cabo de mucho rato, bajo el puente de una autovía, encuentro a un viejecillo en bicicleta que me indica que muy cerca hay un pueblo, y en el pueblo un bar. No los veo, ni a mi frente ni en el GPS, pero veo el cielo abierto. Como por arte de magia, aparecen casas en un pueblo de una sola calle: es Quinta da Areia, a las afueras de Coina. El dueño del bar es un hombre serio que sólo ríe cuando le cuento que vengo andando desde Faro. Me pregunta si soy brasileño. En estas circunstancias, el primer trago de cerveza sabe a gloria bendita. Me prepara una bifana de porco tan rica, con su mayonesa y sus gotas picantes de piri-piri, que tengo que repetir bifana y tercio. Después de pasar sed y hambre por esos andurriales arenosos, uno estira las piernas y recuerda el verso de Jorge Guillén: “El mundo está bien hecho”. Hay tres mujeres en la mesa de al lado, una de ellas muy vieja, que se ponen a discutir sobre cuál es la mejor manera de llegar a Lisboa desde allí. Cada una me da sus recomendaciones, y hablan todas a la vez. Al fin, una se levanta, viene a mi mesa y me dice que no les haga caso a las otras, y que vaya directo a Barreiro. La cuenta no pasó de cinco euros, y al irme, este señor que me devolvió la vida me preguntó con gesto de orgullo: "Tavam boas as bifanas, eh?".
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Por fin en Lisboa tras recorrer medio Portugal!! Hermosa gesta física-literaria (lo digo por tu magnífico diario)
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