domingo, 9 de julio de 2017

Otra vez Portugal

Empecé el año en mitad del Atlántico, entre Europa y América, en una isla portuguesa y volcánica llena de vacas, prados verdes cercados y acantilados, que hacía pensar en Irlanda. Hacía sol de verano y lluvia y nieblas todos los días. En las alturas, las nubes se movían tan rápido que borraban la realidad y al momento abrían paisajes memorables de prados pacíficos que daban sobre el esplendor del mar abierto. En la capital de Terceira hay una fortaleza de Felipe II, de los tiempos en que los países ibéricos fueron uno. Muy cerca de allí, en la estrecha playa de Salga, en el verano de 1582, un ejército en el que estaba Lope de Vega intentó desembarcar para tomar la isla, y fue repelido por toros embravecidos que lanzaron los portugueses ladera abajo.

Azores era para mí un territorio extraño en los mapas, a medio camino de dos mundos. Soñado desde la lejana lectura de un libro de Antonio Tabucchi que es un caramelo, Dama de Porto Pim, con su mitología fiera de ballenas y balleneros, de puertos distantes y amores olvidados. Esos puertos existen, en pueblos adorables que miran al mar, donde los paisanos fuman hierba a media tarde, beben Super Bock y juegan al futbolín, y las vacas caminan con su parsimonia estólida por la calle central, junto a algún mirador de vértigo. Hay cuevas volcánicas que por un rato lo descienden a uno a la aventura de Verne. Y cráteres tan grandes que contienen lagunas en las alturas, en el territorio de las nieblas, las lluvias constantes, las carreras de nubes.


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Cuando cuento mi experiencia del Camino de Santiago, encuentro reacciones de todo tipo. Hay quienes quisieran hacerlo pero saben que, por alguna limitación física, nunca podrán. Están los que piensan que algún verano, cuando anden menos liados, prepararán la mochila, y quienes se resignan a que su tiempo pasó. También están los que no quieren empezar, porque saben que quienes lo hacen una vez lo tendrán que hacer más veces. Y también están los que lo han hecho: los que hicieron tramos intermedios, los que empezaron casi al final, los que no pudieron llegar a Santiago, los que alcanzaron Finisterre, los que no pudieron parar ningún verano. Para mí, caminar desde Francia a Santiago de Compostela fue una prueba física y emocional que completé con alegría, pero sobre todo un aprendizaje de lo esencial que tiene nuestro mundo: moverse al ritmo de lo que nuestro cuerpo permite, compartir cada trozo de pan y cada gota de agua, vivir saltando entre épocas y culturas, comunicarse en todas las lenguas.

Hay una dimensión espiritual que cada cual puede vivir a su manera. Alguna gente religiosa lo ve muy claro, otra no tanto. Los que no lo somos buscamos esta espiritualidad en las pequeñas cosas, en el ámbito simbólico de los lugares, de los templos, de las obras de arte, de las caras de la gente. En un Camino se cruzan tantas energías, que uno no puede hacer sino salir fortalecido. Y alimentarlas. Y aprender.

Mi segundo Camino es un retorno a Portugal, a la lengua portuguesa, un círculo que trata de cerrarse, una recta irregular que va desde Faro, en el Algarve, hasta el norte del país, y más allá hacia Santiago. Ni siquiera sé la ruta exacta por la que atravesaré todo el país. Voy buscando el norte.

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