A dos horas hacia el oeste de Antigua, a 1500 metros sobre el nivel del mar, en el altiplano guatemalteco, está el lago de Atitlán. Llegamos muy temprano, en un autobús corto que sube deprisa las curvas interminables de los cerros verdes. El cruce está en Sololá, y desde ahí hay una carretera que baja hasta la orilla del lago en Panajachel, entre precipicios de vértigo. El naturalista alemán Alexander von Humboldt escribió que éste era "el lago más hermoso del mundo". También el escritor británico Aldous Huxley pasó por aquí, y escribió sobre el lago en su libro de viajes Beyond the Mexique Bay. El lago está tan enraizado en la cultura maya, que los arqueólogos buscan restos de ciudades bajo las aguas. Pero los mayas siguen viviendo aquí: están repartidos por las orillas.
Panajachel es un pueblo tranquilo, uno de los doce pueblos que hay a lo largo de las orillas del lago Atitlán. El lago tiene 18 kilómetros de largo, y más de 300 metros de profundidad. En el escueto puerto hay capitanes de barca ofreciendo transporte regular de un pueblo a otro o tours de toda la mañana para visitar tres de esos pueblos. Incluso para la gente local es más cómodo transportarse en bote de pueblo a pueblo, pues para llegar por tierra deberían subir y bajar cerros, por carreteras peligrosas, y recorrer mucha más distancia de la que hay en línea recta sobre el agua.
Tras cinco minutos de navegación llegamos a San Pedro La Laguna, que es poco más grande pero mucho más turístico. Muchos viajeros hacen noche en este pueblo, que además de telares y exhibiciones sobre el café tiene un ambiente muy internacional. Hay extranjeros mezclados con la colorida población local, neojipis vendiendo baratijas en las calles, muchos hotelitos frente a la laguna. Hay muchachos bañándose en el agua con gran algarabía, mientras una mujer lava la ropa cerca y una muchacha se enjabona el pelo. En un muelle hay un barco de fiesta, con música alta de Enrique Iglesias, adonde se dirigen en procesión decenas de jóvenes en bañador. Son muy blancos y hablan una lengua incomprensible, de la que sólo deduzco que no es europea. Sólo después me entero de que es un gran grupo de israelíes de excursión por el lago.
De vuelta en Panajachel, la tarde efectivamente empieza a anieblarse. Los volcanes desaparecen tras las nubes y la niebla. Sopla el vientecillo anunciado, y se levanta un rápido oleaje sobre el lago. Hay muchos restaurantes con terrazas sostenidas por palos de madera sobre el agua. Los camareros están ociosos, unos miran sus móviles, otros juegan al fútbol en la calle. En unos endebles muelles de madera hay alguna gente pescando, varias barquitas vuelven antes de que el agua se ponga más peligrosa.
La avenida Santander es la calle principal de Panajachel. Hay puestos de comida y de artesanías y baratijas a todo lo largo, y los autobuses y tuk-tuks no paran de ir y venir entre la gente. Son autobuses escolares norteamericanos, algunos todavía amarillos, otros repintados con colores y dibujos extravagantes. Hay mucho ruido y movimiento de gente, hasta que de repente llega la tormenta también anunciada: durante una hora cae un chaparrón fuerte, y después el pueblo se queda casi en silencio, apagado y vacío. De noche, en el muelle, pasean los perros y las parejas silenciosas, y se ven las luces débiles de los pueblecitos de enfrente. Los mayas de entonces verían también las luces de las hogueras en las noches cerradas como ésta, donde el lago es otra vez un gran agujero negro en el tiempo.
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